miércoles, 1 de abril de 2009

Placebos para la supervivencia

Rogué a mi Dios, tan piadoso siempre él, tener un sitio, un lugar donde poder caerme muerta. Porque las nínfulas no descansan nunca. Están sentenciadas a caerse. Sólo caen. Porque se dejan caer.

La supeditación al amor es un error que acucian durante toda su vida. Aunque sea un amor un tanto falso. Yo no amo a Humbert. Él me tiene. Me posee. Yo, simplemente, me he acostumbrado obsesivamente a tenerle cerca.

La dominación de las nínfulas sobre sus amos, una mera mentira tras la que escondemos el terror a la soledad, y la rabia del encierro, derivan en un síndrome de Estocolmo que nos encanta. Que nos enciende. Que nos posee y no nos abandona. Y no quiero abandonar a HH. ¿Para qué? Si nada más me queda ya.

Por ello dejo que me engañe, que me encierre, que me odie un poco más cada día que pasa porque envejezco. Porque dejo de ser un poco más, su Lolita.

Porque pierdo firmeza en mis muslos.
Porque aumenta mi infante pecho.
Porque pierde suavidad mi piel.
Porque se marcan mucho más mis ojeras.
Porque mis mejillas sonrosadas tornan en palidez.

Porque cada día, estoy un poco más usada. Soy menos inocente. Miro menos al suelo. Fijo más la mirada en sus ojos que prefieren descansar para dejar funcionar el mecanismo de sus manos sobre mi cuerpo.

Y yo me dejo. Porque me gusta. Porque soy cada vez más Lulú. Cuando estoy contigo Humbert. Sólo cuando estoy contigo. Sólo cuando me dejas acceder a ti. Tú me has creado. Me has quitado la libertad y me has regalado el libertinaje.

1 comentario:

  1. Intuí tras tu email que hoy sí tendría premio al entrar en tu Blog. Entro siempre. No siempre encuentro lo que busco.
    Hoy si.

    Precioso como todos.
    :)
    Espero que la vejez no melle tu literatura.
    Ssmeagol.

    ResponderEliminar