domingo, 18 de octubre de 2009

Cava profundo, por mí

"Fue un error tenerte, sin querer" dijiste mientras el sudor se escapaba de tu sien. Hacías verdaderos esfuerzos por negarme. Querías salir de mi habitación... pero necesitabas quedarte allí dentro. Es muy jodido que la mente y el cuerpo bifurquen sus decisiones, haciéndonos temblar y sufrir para decantarnos por una opción.

Yo seguía tirada en la cama. Esperando que el sueño me salvase de mi depredadora mente, lo único que quedaba vivo en este cuerpo inerte.

Y sólo lloré cuando olí los restos de tu presencia en la almohada. Y entonces, desnuda e inválida, sintiéndome tonta y absurda, rememoré el momento en el que verdaderamente fuiste sincero. Cuando te quedaste dormido, sin más. Pero a mi lado. Sin soltarme.

Quiero y necesito que se acabe esta flemática situación, en la que por más que toso como un gato y me meto los dedos en la boca y hasta la garganta, no soy capaz de vomitarte. Te has quedado parasitariamente dentro de mí. A vivir de los pocos fluidos vitales que me quedan para querer.

Y lo que cuesta quitar este olor de tus Marlboro de la habitación. Todavía descansan a medio acabar en el cenicero. Quizás, en un rato, te fume. Calada a calada. Sintiendo que ya no puedo caer más bajo.

viernes, 9 de octubre de 2009

Siempre tuya, Lolita.

Humbert volvió. Claro que volvió a mí. No necesitó excusas para enterrarme, de nuevo. Esta vez se presentó bajo la lluvia de ese maldito y tormentoso día con un cuchillo pequeño y afilado, como yo, dentro de su bolsillo. Me rasgó entera. De arriba abajo. Sin compasión. No sin antes recrearse en mi sexo y en mis pupilas que pedían que me diese, aunque sólo fuese por un día, un poco de caricias reales. De las que sientes ahí dentro. Justo entre las costillas y el estómago.

Pero el cabrón no tiene piedad cuando de sangre fresca y libidinosa se trata. Se vuelve más escamoso y más reptil que nunca. Muerde y no tiene paciencia para guardar las garras. Que sólo quieren arañar de arriba abajo. Y de abajo a arriba. Haciendo desangrar a su víctima. Inhalando los efluvios que las vísceras emanan a borbotones, junto con la sangre y el pus. Esos efluvios que provocan que todo él se estremezca de gusto. Gritando.

Le vi llegar violento y acelerado. Su respiración se entretenía paseando entre la excitación y la rabia. Yo ya sabía de qué se trataba. Qué quería. Las nínfulas lo sabemos todo de Humbert. Lo intuimos todo. Así que para cuando sacó el cuchillo y las garras, yo ya me había molestado en arrancarme la camisa, sin desabotonarla, para dejarle mi pecho descubierto a la puñalada que sabía que me merecía desde hacía tiempo. Por ilusa. En mi piel, escrito a fuego se leía “Ella se deja de querer para quererle solo a él”. Qué asco.

Antes de hincarme la primera puñalada, me miró, me olió, lamió mi cuello provocando una excitación mutua. Se quedó un minuto exacto penetrando mis ojos con los suyos. Luego llegó la sangre. Antes de la segunda, me tocó. Antes de la tercera, me masturbó. Antes de la cuarta, lloró. Yo seguía sonriendo. Sabía que ese momento tenía que llegar. Me moría de placer. Porque él estaba otra vez ahí, conmigo. Prestándome atención sólo a mí. Por fin. No había nadie más en ese momento que yo para él. Él sabía qué estaba pensando. Por eso no pudo evitar que una lágrima saliese de su globo ocular. El señor de la sangre fría se volvió tierno y frágil por una décima de segundo.

Para cuando quiso recuperarme, yo yacía inmensamente feliz en el suelo. Mis pupilas se habían apagado por ese día. Aunque el iris brillaba mirándole a él. Fulminándole. Obligándole a pensar que quizás, a quien realmente quería asesinar era a él mismo.

Echas de menos a tu nínfula y por ello no puedes evitar odiarla, Humbert. La echas de menos y te duele. Odias hacerte vulnerable ante mí. Por eso me rompes. Por eso me asesinas varias veces en el tiempo, maldito sangre fría. Para luego resucitarme. Para luego volver a engañarme. Para luego volver a odiarme. O eso me gusta pensar, para no tener que creer lo insulso y absurdo de la existencia de la niña de porcelana en este mundo.

Me llevaste por toda la habitación, cogiéndome por la cintura, arrastrándome, dejando un rastro de sangre que dibujó un semicírculo en el suelo. Te tumbaste. Posaste tu cabeza en mi pecho. Escuchando cómo mis latidos se habían escapado. Volviste a acariciarme. Cerraste mis ojos. Me besaste. Con la sangre de mi estómago me pintaste los labios y yo recordé... "Me da mucho morbo pintarle los labios a las mujeres, Lolita. Pero tú no eres y nunca serás una mujer. A mí me da morbo tenerte, Lolita". Luego me volviste a besar sorbiendo la sangre con pasión. Querías tenerme dentro una vez más.

Te levantaste. Y a mí me levantaste la falda. Pero tampoco me hiciste reaccionar.

Querido Humbert, harás todo lo posible por resucitarme. Me acariciarás la pierna desde el tobillo hasta la rodilla esperando que dé un respingo que me sonroje. Buscarás un gemido oculto entre mis piernas. Dejarás rastros de tu baba a lo largo y ancho de mi cuerpo. Te irás con otras chicas más guapas pero no más jóvenes que yo delante de mí. Me castigarás vendándome los ojos, cara a la pared, escuchándote hacerlo con las otras...

Querido Humbert... Sabes que lo haré. Que resucitaré. Aunque cada vez, quiero morir un poco más. Cada vez más, quiero dejar de sentir.Te.

sábado, 3 de octubre de 2009

Intruso espacial

Los líos de ocho piernas parecen absurdos al lado de lo complejo de tu expresión.

Sigue siendo jodidamente difícil descifrarte. Y me has enganchado, porque odio los misterios sin resolver, los extraterrestres translúcidos que se entrevén en tu ventana, los fenómenos paranormales que provocas por las noches en mi húmedo ambiente y los fantasmas que te siguen por la habitación cada vez que cruzas el umbral de la puerta.

Y lo peor es que no soy una escéptica. Sino que prefiero pensar en el mundo mágico. En tu mundo de locura y perversión, lo hago mío y me convenzo de que yo siempre he estado ahí. En realidad a ti te gusta. Siempre me abres la puerta. Y los ojos. Y parece que me quieres tragar con la mirada cuando decido situarme encima de tu cuerpo. Tienes hambre, pequeño sucio animal. Y tus escamas se vuelven suaves para no rozarme la piel. Para mantenerla intacta después del contacto. Para que no sufra. Para darme placer. Para alimentarme de ti.

Estoy convencida que de todos esos ovnis que sobrevuelan tu azotea, uno te ha abducido durante un par de años, devolviéndote a la tierra con aspecto indefenso, frágil, quebradizo. Justo antes de conocerte, cuando todavía eras sociable, tierno y amante. Hoy eres arisco, atractivo e inhumano. Y no hay nada más que pueda coincidir tanto con mi sociopatía innata. Has dado con una nínfula enrevesada, malpensada, sucia y terrorífica. Has encontrado tu medicamento en tu propio terreno. Llegué, sin más. Te descubrí, sin menos.

A ti te han traído de la Luna. Eso ya lo sabemos. Quién sino te iba a amadrinar a ti, que la contemplas todas las noches, desnudo, agachado, en posición de ataque. Así me gusta imaginarte, animalario y desafiante hasta con la puta luna llena que te hará hoy mío otra vez. A mí quizás me haya apadrinado Marte. En realidad no lo sé, ni me acuerdo. Aunque estoy segura de que yo también llegué de ahí arriba. Tuvo que ser Marte. Masculino, ardiente, agresivo, rojo... Marte me sugiere calor hasta el derretimiento. Como cuando me rozas o hablas cogiéndome de la ropa interior. Me-de-rri-to. Tuvo que ser Marte. ¿Quién sino tendría la desfachatez de crear a una pervertida nínfula? Una niña que descubriría su cuerpo pensando en su creador...

Tanto los lunáticos como los marcianos, solo sabemos odiar. Un acto de ultraviolencia que excita… Por eso tomamos la democrática decisión de pegarnos en incontrolables noches de sexo y vicio. Pero la hemos jodido. Y tu cuerpo muerto pesa más de lo que puedo soportar. Te necesito vivo. Activo. Consciente de tu cuerpo. Consciente también del mío.

Supongo que quiero decir que prefiero que me mates, antes de matarte yo aquí arriba y ahí abajo.