lunes, 29 de noviembre de 2010

Y por delante. Y por detrás.

“Mírate al espejo, Lo”

Y me encontré desvistiéndome como tantas otras veces había hecho. Exactamente de la misma manera. Caí en la cuenta de que estaba repitiendo un ritual. Trataba de hacerlo lento, de parecer interesante llevando la tarea al terreno del acto casi involuntario. Volteando los ojos como si ni tan siquiera supiera que estaba descubriendo mi pecho a otro ser.

Siempre queda bien la supuesta ignorancia en la fotografía mental de alguien que luego la utilizará para sus más bajas perversiones. Siempre queda bien una mentira más en la larga lista de fatalidades de una nínfula.

Todo pasó lento. Vivo. Y lento. Fuerte. Y lento. Salivas y lentitud. Lenguas y sonrisas. Dedos y demasiada piel. Todo estaba tocado y parecía que no nos llegaba a nada. Ya no había más caras que ver ni lados que explorar, no por delante ni por detrás. Había necesidad de más y por eso alargamos el éxtasis tras muchas, excesivas, incontables horas. La confianza exhalaba tus poros y mis manos. Todo estaba hecho mucho antes de que tocaras mi cuello con tus frías falanges y decidieras marcarme de nuevo. Lolita volvía a ser tu animal. Yo volvía a ser tuya. Dolores y su creador.

Pero en cuanto te fuiste, a tu zorra le tocó salir de la cueva a cazar de nuevo. Pura supervivencia. Puro instinto animal.

Es cazar como divertimento, evasión y distracción. Es morir un poco en cada caza. Es reírme con y por el sexo. Es beber y volver a cazar como si en ello fuera mi verdadero interés, para sentirme inútil y engañosamente viva. Es volver a cambiar las sábanas cada noche pensando que algún día esa tarea se evitará más de una semana o incluso un mes. Son las rutinas que no abandono. Porque si lo hago me pierdo. Y no sé qué hacer.

Es llorar con y por la prisión del cuerpo. Parece que éste siempre manda. Que los impulsos me vapulean. Que hay cosas que no cambiarán. Porque no deben cambiar. No habría historia que contar. Ni Lolita que desvestir, ni labios que morder, ni sábanas que empapar. No habría dolor ni felicidad. Habría un vacío imposible de llenar.

Mientras, suplo el vacío con la carne. Vísceras ajenas que morder y desgarrar para revitalizar mi cuerpo con sangre de otros.

Caminando. Vistiendo harapos. Me arrastré por la calle del Amparo, buscando la desembocadura del río de asfalto para llegar al océano de motores. Para cuando conseguí llegar al metro, mi cabeza ya estaba completamente perdida, desorientada y desolada. Había vuelto a quedarme sin alma. Volvía a ser el espectro del sudario que todo lo mata con el simple tocamiento. Cómo echaba de menos volver a la cama con él. Para él.

Una pobre alma esperaba en un portal la llegada del sexo fácil. Y allí estaba yo. Tras unos whiskys destapamos algo más que nuestra lengua en un baño putrefacto de Lavapiés. Como dos esqueletos en fricción acabamos rompiéndonos mutuamente. Él obtuvo todo, todo lo que quiso. Pero yo también. Antes de que exhalase el último suspiro, antes de que su líquido seminal me empapase, una sangrienta matanza dejó mi pecho del rojo escarlata del que me disfrazo cuando Humbert no está.

Añado hoy, con esta línea, otra víctima a la lista. Otra cuchillada de desamor. Otra historia escrita con sangre por culpa de su ausencia. Por culpa de su presencia a cuentagotas. Que me nubla la mente. Y me lleva a la locura, estadio donde ahora resido con mis compañeras de destino: las gotas de sangre que adornan mi cara, mis manos y mi pecho.

Vuelvo a caminar dejando huellas de sangre ajena. Todas llevan al mismo sitio, a la misma habitación donde todo ocurre. A la misma cueva donde él me ve y yo me dejo. Donde él no viene y yo asesino. Donde yo le espero. De manera eterna.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Cremalleras

Cientos y miles de cicatrices recubren mi cuerpo. Las abro y las cierro a mi antojo. Las abro y desencadeno el pasado o cierro el posible y difícil presente. Joder. Nunca es a mi antojo. Mi antojo se nutre de un ser infecto. De su sombra. De su aliento. De toda esa mierda putrefacta que queda de él y me envenena el poco espíritu humano que exhalo.

Es frustrante saber que siempre vivirá en mí. Es inaguantable pensar en el futuro que aparece teñido de su color. El negro ceniza, el negro de la muerte. Pero también es el rojo escarlata, el transparente, el sanguinolento y el pasión. Parece que siempre tiene que apoderarse de los tonos que necesito para vivir. Es un ladrón de esencias. Un cleptómano de vidas. Un miserable que me tiene agarrada por el cuello que lame mi rostro produciéndome un estremecimiento.

Tira y afloja. Me estremezco y le quiero. Pataleo y le evito. Omito pensar en él porque si lo hago me rindo. Caigo y me arrodillo. Beso sus pies y le miro desde abajo. Me dejo hacer y hago. Busco cobijo y permito que me quiera una noche. Y quiero que me ame hasta siempre. Duermo en sus brazos y me dejo marcar, de nuevo, a fuego lento.

Lo sé. Cuando tengo ciertos momentos de lucidez vendo la cicatriz. Y trato de cerrar la puerta en sus narices. De levantarme del suelo para escupirle en la cara. De arrancarle la piel a mordiscos y mirarle de frente. De acuchillar su recuerdo y azotar su cara. De quemar su cama y odiarle toda la vida. De despertar de una vez de este juego. De evitar que me tenga para los restos.

Pero finalmente la realidad es una mezcla de lo más putrefacto y lo más idílico e imaginario. Siempre basculo entre un vaivén de sensaciones que me sitúan en un limbo laberíntico del que no sé cómo salir, ni por dónde, ni con quién.

Quiero intentarlo. Quiero hacerlo. Que desharé tu alma en un intento de arreglar mi mente. Pero joder. A la vez, me quiero ir a mi cama contigo entre las piernas, y que ante la imposibilidad, esnifo los restos que quedan desde hace meses. Hago pequeños intentos de agrupar las sábanas en la misma situación en las que tú las dejarías: húmedas, quietas, expectantes. Sucias. Quiero volver a sufrir esa deshidratación sexual que me volvía loca y enajenaba mi cuerpo. Porque en ese estatus de no estar, ni ser, en ese momento de clímax alcanzable, me siento segura. Me siento crecer.

Y cuando me dejas sola e inútil, maldito demonio, asumo mi penitencia por haberte dejado la herida abierta una vez más. Y evito la comida. Y devoro mis labios. Y los dejo sangrar hasta perder el conocimiento.