martes, 21 de abril de 2009

Empaladora profesional

Atravieso, cruzo, paso, rompo, quiebro, arraso... no quiero tener nada que ver con ese humo que sale de aquel destrozo, pero me temo que está formando mi nombre con su blanca-grisácea textura. Delatándome. Delatando mi carácter. Delatando que ese amasijo de piel y esa maraña de ojeras que he destrozado es la propia nínfula. Soy yo.

Odio la palabra "fuerte". Suena mucho mejor, sin duda, "putrefacto". Pero mi carácter tampoco es así. Sin embargo, prefiero denominarlo putrefacto antes que fuerte. Cuánta maldad y cuánta mentira hay detrás de la supuesta fuerza. Y el claro ejemplo de esta mentira, soy yo.

De momento, dejo tontamente que traces mi rostro, mi cuerpo, con una pluma. Pero sin ignorar el hecho de que seguimos rodeados de paredes que fueron, y son, testigos de los gemidos de tus amantes. De los celos que guardo entre esas mantas húmedas. Teniendo la certeza de que volveré a caer una y otra vez. Porque no entiendo de fuerza de voluntad ni aún siendo consciente de su necesidad para mitigar el dolor.

Creo que voy a optar por seguir jugando. A ver quién desabrocha antes los botones de la ropa del otro...

Algún día me quebraré. Lo sé. Ya pasó más veces. Pero las ganas me pueden. Y sigo sin saber dónde está el límite entre el deseo y el sufrimiento. Quizás, seguramente, prefiera sufrir y cumplir mis caprichosos deseos que dejar de sentir punzadas en la boca del estómago y quedarme sin un bocado de ti.

No me atrevo a llamarlo vicio. Sí obsesión. No necesidad. Sí dependencia. ¿Estoy atravesando otra etapa de mono? ¿Acaso es que Lo no puede desengancharse de sus libidinosas drogas? No. Porque siguen siendo suyas. Pese a quien le pese. Aunque a ella misma le pese.

Así que hincaré sentimientos, rabias y remordimientos en una estaca lo suficientemente alta como para no alcanzarla en mucho tiempo. Y dejaré volar escupitajos, libertinajes y experiencias. Creo que me empalaré. Y volveré a dejar que juegues conmigo a tu antojo.

martes, 14 de abril de 2009

Inútiles mordiscos

Rasgando vestiduras, tragando aire seco, oliendo a quemado y avivando las llamas que rodeaban la cama. No hay más placer que el calor, el sudor y los gritos secos provocadas por tus dentelladas.

Pero no te acordaste. No quisiste recordar.

No era dulce. Yo no soy dulce. Era mentira. Pero tú no mientes. Cuando quieres ganar, ganas. Me ganas. Ladeas la cabeza y me llamas. Suave, en bajo. Casi sin quererlo.

Yo no puedo mentir. No puedo esconder las marcas en mi piel. Los mordiscos que todavía hoy me dejan una marca tan profunda que duele cuando otros labios y otra saliva rozan la herida.

Saliva. Saliva. Mucha saliva. ¿Recuerdas? Saliva. En eso sí que me buscabas. En grandes cantidades de saliva. En ingentes experimentos que me daban alas, que me hacían pensar que yo podía intentarlo, que debía, que te lo debía. Pero luego solo había efímeros abrazos que en realidad sólo buscaban un triste calor. Una búsqueda provocada únicamente por el frío.

Hay restos de quienes no son tú, que siguen palpando mi piel, milímetro a milímetro, buscando un recoveco en el que guarecerse de una antigua visita nocturna. Tratan de volver a encontrar aquello por lo que llamaron a mi puerta. Y yo la cierro, con llave, con fuerza y sin pensarlo. Porque la irracionalidad me impulsa a ti. A vagar sola de un lado a otro, cerrando la puerta a amantes intempestivos, solo siguiendo el aroma de tabaco y humedad que dejas tras de ti. Esa extraña y atractiva mezcla que me hace querer oler y mordisquear tus manos con una salvaje fuerza interna que soy incapaz de aplacar.

Y esto me pasa por no seguir los consejos de mamá.

martes, 7 de abril de 2009

Mentir a un mentiroso

No nos engañemos. Para eso, están los demás. El ambiente que respiramos al despertar, es el mismo que al irnos a la cama: un aire rancio, pestilente. Huele a mentira y a ocultación. Huele a engaño y a aceptación del engaño.

Y lo peor de todo: apesta a autoconvencimiento ¿sino, cómo vamos a conciliar el sueño?

Hoy me desperté con ganas de verte. Otra vez, como siempre, cada mañana. Soy consciente de que tus amantes ocupan ese escaso tiempo que no te dedicas a ti y a tu buhardilla. También sé que no me porté bien la otra noche, cuando por fin te vi, te desnudé y te besé.

Las expectativas frenaron mi poder. Aplacaron la fuerza. Derritieron mi cuerpo por ti. Eso es lo que causas en mí. Temblores de voz, de piernas. Y ganas de gritar con fuerza que, en realidad, solo te quiero para mí. Asquerosa egoísta. Sólo para mí.

Me revuelvo dormida, me revuelvo despierta. Y mis tripas no soportan la angustia de saber que hay más, y siempre habrá más compañía que la de mis diez dedos sobre tu cuerpo.

Me quisiste compartir. Y yo, aún deseando ser objeto de deseo de otra nínfula como yo, no podía dejar de pensar en que no puedo dejarte para alguien más.

Hasta aquí se acabó mi periplo por tu cuerpo. No quiero que sigas pensando que no soy inválida. Pequeña. Demasiado débil como para poder tenerte entero. No quiero que sigas pensando que me tienes. Que me posees, que me dominas. Que yo no soy.

Soy. Tonta, crápula, demasiado vieja para mi corta edad. Demasiado ilusa como para incluso creérmelo, demasiado directa hasta para ti. Pero también consciente de que sin ti, la música seguirá sonando en ese bar. Y las cervezas podrán seguir el curso de mis intestinos que tratarán de no removerse tanto.

Porque para eso está el autoconvencimiento, ¿no?

No me sorprenden tus ausencias provocadas. Me duelen.

miércoles, 1 de abril de 2009

Placebos para la supervivencia

Rogué a mi Dios, tan piadoso siempre él, tener un sitio, un lugar donde poder caerme muerta. Porque las nínfulas no descansan nunca. Están sentenciadas a caerse. Sólo caen. Porque se dejan caer.

La supeditación al amor es un error que acucian durante toda su vida. Aunque sea un amor un tanto falso. Yo no amo a Humbert. Él me tiene. Me posee. Yo, simplemente, me he acostumbrado obsesivamente a tenerle cerca.

La dominación de las nínfulas sobre sus amos, una mera mentira tras la que escondemos el terror a la soledad, y la rabia del encierro, derivan en un síndrome de Estocolmo que nos encanta. Que nos enciende. Que nos posee y no nos abandona. Y no quiero abandonar a HH. ¿Para qué? Si nada más me queda ya.

Por ello dejo que me engañe, que me encierre, que me odie un poco más cada día que pasa porque envejezco. Porque dejo de ser un poco más, su Lolita.

Porque pierdo firmeza en mis muslos.
Porque aumenta mi infante pecho.
Porque pierde suavidad mi piel.
Porque se marcan mucho más mis ojeras.
Porque mis mejillas sonrosadas tornan en palidez.

Porque cada día, estoy un poco más usada. Soy menos inocente. Miro menos al suelo. Fijo más la mirada en sus ojos que prefieren descansar para dejar funcionar el mecanismo de sus manos sobre mi cuerpo.

Y yo me dejo. Porque me gusta. Porque soy cada vez más Lulú. Cuando estoy contigo Humbert. Sólo cuando estoy contigo. Sólo cuando me dejas acceder a ti. Tú me has creado. Me has quitado la libertad y me has regalado el libertinaje.