miércoles, 23 de diciembre de 2009

Sangre labial

Y muerdo, y muerdo, y muerdo y vuelvo a morder. Ya casi no queda carne que masticar en tu pequeño cuerpo retorcido. Tras saciarme de ti, de lo que queda de ti, Humbert, me habré convertido en todo aquello que tú tanto querías de mi. No siento. No lloro. No pienso. Actúo.

Cuando yo, Mardou, me encontré con mi doble, sentí la necesidad del lobo recién despertado por el hambre. Necesitaba venganza. Necesitaba seguir sintiendo mis instintos primarios. Quería seguir siendo un ser canino en busca de pieles que desollar y carne que saborear.

Con ella a mi lado, la parte más sanguinaria que casi creía inexistente, reaparecía con la fuerza de la nínfula despiadada que había dejado abandonada al inicio del viaje contigo.

Todo parece más fácil cuando se comparte. La soledad, la rabia, la ira, la incomprensión...el sexo. Con su simple presencia, acabo expulsándolo todo irremediablemente. Vomitándote en cada uno de mis actos. Eliminando la capa superficial de mi piel, porque toda ella estuvo en contacto contigo. Me hago radical, agresiva. Los colmillos crecen y hacen sangrar mis labios.

Nos dejamos llevar por todo lo que nos hiere. Eso da una terrible sensación de fuerza. Cruzamos las calles a velocidades vertiginosas y, de la mano, conseguimos elevarnos varios centímetros del cemento mientras olisqueamos esa humedad en la que estás escondido. Buscamos y olfateamos, investigamos y rebuscamos. Ella quería que volviese a ti para rematarte. Y aquí estoy. Devorándote. Ella, mientras, me masajea la espalda y me susurra: "Ya no volverá. Así es imposible que vuelva. Mátalo. Mátalo. Ya no volverá."

Ahora me relamo la sangre, mezcla de la tuya y de la mía. Y la miro desde el suelo. Me sonríe. Te tapo las cuencas de los ojos con tus párpados inservibles. Te beso la frente. Y te digo adiós.

Y aunque mi pecho consiguió apaciguarse, el problema es que ya no sé quién arrastró a quién, querida Lo. Por la noche, acurrucada entre los brazos de ella, de mi nueva Mardou, no podía evitar preguntarme: "Humbert ¿Te he matado de verdad? Lolita ¿sigues ahí?..."

Noté que sus brazos me ataban más fuerte, mucho más fuerte. Casi doliendo.

Ya no sé quién tiene el espíritu más negro en esta historia.

lunes, 7 de diciembre de 2009

Infrahumana

Soy un ser no apto. Ni para ellos. Ni para ellas. Ni para él. Ni para ella.

De las cuatro razones que me dieron para seguir viviendo, elegí la peor. La que me lleva, míseramente, a alargar una agonía hasta el final: la autodestrucción fulminante de las células por medio de una cremación lenta de pensamientos positivos.

De los siete pecados capitales, elegí todos. Incluyendo en la lista algunos más que encontraba por el camino. Descubrí que me regodeaba en todos ellos. En los siete. Descubrí también mi habilidad para convertir los pecados veniales en mortales. Descubrí que mi único poder es autodestructivo. Mi única ventaja, lo único que me hace especial, es la facilidad para acabar conmigo misma. Por eso no tengo más razones para mantener este ligero hilo negro de vida.

Sé que ahora el Purgatorio es el único lugar que ha dejado sus puertas abiertas. El resto de piernas, las he ido cerrando tras los mordiscos y la espuma bucal que recubría la rabia con la que asesinaba a todo aquel que se me acercaba.

Menos tú, fría Mardou, cálido rojo. Muerta realidad. A ti nadie tiene que matarte. Nadie puede. Ya lo estás. Sólo revives cuando eres sincera. Y solo eres sincera con tus ojos. Tu lengua nunca expresa lo que ellos dicen con profunda intensidad.

Lo que me vuelve loca de ti es que sólo unas pocas privilegiadas podemos leerte. Y cuando te relatamos en viva voz, te vuelves intensa, más corpórea y física que nunca. Y nos besas. Me besas. Cerrando los ojos. Volviendo a la mentira. Pasando la sinceridad de tus pupilas a tus papilas gustativas. Y me gustas. Y te saboreo. Y me gustas. Y te saboreo. Porque la Mardou que a veces salía de Lolita, se ha topado con la negra Fox más voluptuosa y real que nunca: tú, viciosa.

Pero yo no soy apta. Yo me autodestruyo. Y egoístamente, quiero enredarte conmigo para caer y caer en la negritud del fin.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Putrefacto

Caía agua de las estalactitas. Se acumulaba por encima de mis rodillas. Frío. Humedad. Demasiado líquido. Entumeciéndome. Volviendo a dejarme petrificada.

Había entrado allí por él. Escuchaba su lastimera voz balbuceando mi nombre en sueños. Y mi cuerpo, tras abrir los ojos que se inyectaron inmediatamente de sangre, levitó por el cuarto. Desnuda me movía siendo inerte, hacia el exterior. Los miembros no respondían a mis órdenes. Sólo a la llamada del aullante Humbert.

La patética imagen aterró al gato callejero que siempre custodia mi cuerpo. Yo, carente de vitalidad, elevada, la punta de los pies rozando ligeramente el suelo, lo justo para trazar un camino en polvo acumulado; los músculos sin fuerza, desganados, lánguidos. Cuello inservible, torcido terroríficamente hacia el lado derecho, casi desnucada, como si una soga invisible hubiese hecho su mortal trabajo.

Y él seguía llamando.

Mi cuerpo de fantasmagórica nínfula patética se adentró en la oscuridad de la profunda caverna. Los gruñidos eran cada vez más intensos. Provocaban convulsiones en mi cuerpo. Mis tejidos se empezaron a desgarrar cuando, de lejos, le intuí.

Humbert yacía en el suelo. Varias estacas de madera y plata atravesaban su cuerpo. Estaba lleno de sangre. Su rostro era prácticamente irreconocible. Entonces lo comprendí. Me gustó verle así. Verle de la manera en la que él veía a sus nínfulas. Sin rostro, sin vida, sin sentimientos, sin ser... Pero yo seguía sin reaccionar. Sencillamente estaba allí, suspendida en el aire, mirándole sin sentir.

Su cuerpo tembló varias veces a la vez que escupía sangre y pus. Algunas vísceras habían salido de su cuerpo y tendidas a su lado, se mezclaban con el agua sucia, la tierra negra y las piedras plateadas.

Entonces mis piernas tomaron contacto con el suelo. Por fin empezaba a utilizar más sentidos que el de la vista. Me acerqué con enclenques y débiles pasos. Pisé sin pudor aquellos intestinos que antes habitaban sus entrañas. Me agaché. Le tomé la mano. Con la otra limpié lo que pude de la suciedad de su cara para poder apreciar sus pupilas. Lamí la sangre que le quité del rostro.

Tras volver a notarle dentro de mí, más muerto que nunca, le miré a los ojos, fíjamente, durante lo que parecieron horas. Entonces noté una explosión dentro de mí. Algo terriblemente inevitable. No sabía qué me pasaba. Pero me reí a carcajadas... mientras lloraba amarga sangre.

Humbert moría. Y yo me reía. A su lado. Sin atreverme a soltar su mano.

jueves, 19 de noviembre de 2009

Confabuladas

La savia recorría sus labios escarlata. Poco a poco, muy lentamente, quizás demasiado para la ansiedad acuciante que se hacía paso en mis entrañas, llegó hasta su barbilla y goteó en mi pecho.

El frío contacto con aquel helado y pegajoso elemento extraño, hizo que un gran escalofrío recorriese mi columna vertebral, hueso a hueso, hasta llegarme al cuello. Justo ahí donde ya posaba sus labios.

Dejó marcas allí donde el tiempo se había encargado de borrar otras tantas. Pero éstas tendrían, por lo menos, la duración del carmín. Una duración que nunca antes había entrado en fricción con mi piel de manera ajena. Una duración que derretía mis pensamientos racionales dejando paso sólo al deseo.

Mientras, Humbert se convertía en urraca. Y se escondía, avergonzado, tras las alas mal pintadas de azabache. No soportaba la idea de que su pequeña Haze hubiese envejecido con su correspodiente sabiduría. Y trataba de llamar la atención con insoportables graznidos.

Por eso necesitaba tanto a ese otro ser, tan parecido a mí y tan diferente. A una Mardou desafiante que, contoneándose a mi alrededor, ganó algo más que mi confianza. Se hizo con mis labios. Desintegró mi pasado. Destapó mi cuerpo y me meció entre nínfulas agobiadas y solas que buscaban otros cuerpos femeninos que tocar. Con suaves manos de uñas rojas.

Sin embargo, Lolita, o lo que queda de ella, no duerme tranquila. Él no me dejará en paz. El saber que abre mis los ojos es el mismo que deja al descubierto mis córneas. Exponiéndolas al pico afilado de la vieja sabandija, que espera impaciente el momento de volver atacar. Para castigarme sin el sentido de la vista, convertirme nuevamentente, en un ser ciego y demencial.

Me agarro a su cruz invertida como única y posible escapatoria. A la cruz invertida de Mardou. Otra sacrílega asesina y bebedora de sangre fría que busca venganza. Y nínfulas que vivificar. Con carmín... y más saliva.

sábado, 7 de noviembre de 2009

Castigada

Entré sin llamar, por primera vez, sabiendo que tú no estabas. Era consciente, lo fui en todo momento, de que si me encontrabas tendría que sufrir otro castigo. Quién sabe de qué manera. Contra la pared. De rodillas. Las manos en alto. Desnuda. Aguantando horas de sufrimiento con tus ojos clavados en mi huesuda espalda. Y, aún así, entré.

No posé mi mano en la barandilla de tus escaleras. Ensucié las falanges arrastrando todas y cada una de ellas por la pared. Al llegar arriba me detuve con los ojos cerrados. Me olí las manos: polvo, suciedad, humedad, restos de tabaco impregnado... olía a ti. Apestaba a cadáver. Y embriagada, una vez más, excitada hasta casi perder el sentido, me adentré en la habitación. En la buhardilla. Tu cueva. Tu escondrijo.

Repasé las paredes desconchadas por la continua insistencia de la brisa marina, el suelo lleno de pelos y tierra, los libros destrozados con miles de páginas dobladas y con otras miles de páginas arrancadas, tu ropa arrugada y desordenada, tus zapatos desgastados y sin brillo. El tintero lleno de tu sangre negra. Las hojas amarillentas en el escritorio. Las mismas donde escribes todas esas mentiras de embaucador: tus conjuros de atracción, la red en donde todas caemos.

Y en ese momento, cuando empezaba a recordar algunas de las fatales palabras que hablaban de extraterrestres y de árboles desnudos bajo los que crecer, y desnudarnos, y creer, y olvidarnos de los demás... escuché leves gritos, que parecían salidos de ultratumba. Me agaché. Posé mi rostro en el suelo y las escuché claramente: eran ellas, las otras. Pedían ayuda. Gritaban con insufrible exasperación.

Arranqué la madera podrida del sueño y allí estaban. Tan débiles. La extrema delgadez desfiguraba sus rostros y sus cuerpos. Desde las cuencas de sus ojos me pedían clemencia. Yo sólo pude derramar lágrimas sobre sus desnudos y mugrientos cuerpos, que ellas aprovecharon para beber, abriendo sus inútiles mandíbulas. Lloré mucho más tiempo. Porque yo sabía, sí, lo sabía desde siempre, que me estaba viendo en un espejo. Ellas eran yo en un futuro no muy lejano. Ellas eran yo y yo siempre fui ellas.

La angustia de ver aquello que sospeché durante tanto tiempo, fue inaguantable. Y tras quedarme sin lágrimas me desmayé del dolor de corazón. Cuando desperté, ellas seguían bebiendo mis lágrimas. Esta vez, lamiendo mis ojos. Ya había caído. Él ya me había empujado.

Estaba allí, debajo del mismo suelo por donde él reptaba acompañado de alguna aniñada nínfula, acompañado de alguna futura víctima. Estaba allí. En mi tumba. La que yo cavé cerrando los ojos y dejándome embriagar noche tras noche. Estoy allí. Sin ropa. Porque la falta de alimento me convierte poco a poco en una alimaña. Estaré allí. Entre ajadas nínfulas envejecidas que clamaremos agua, carne... que te seguiremos clamando a ti.

Así es como llegué aquí. Cómo Lo ya no es Dolores, ni Lolita.

Ahora soy un saco de huesos más entre tu amplia colección de esqueletos.

domingo, 18 de octubre de 2009

Cava profundo, por mí

"Fue un error tenerte, sin querer" dijiste mientras el sudor se escapaba de tu sien. Hacías verdaderos esfuerzos por negarme. Querías salir de mi habitación... pero necesitabas quedarte allí dentro. Es muy jodido que la mente y el cuerpo bifurquen sus decisiones, haciéndonos temblar y sufrir para decantarnos por una opción.

Yo seguía tirada en la cama. Esperando que el sueño me salvase de mi depredadora mente, lo único que quedaba vivo en este cuerpo inerte.

Y sólo lloré cuando olí los restos de tu presencia en la almohada. Y entonces, desnuda e inválida, sintiéndome tonta y absurda, rememoré el momento en el que verdaderamente fuiste sincero. Cuando te quedaste dormido, sin más. Pero a mi lado. Sin soltarme.

Quiero y necesito que se acabe esta flemática situación, en la que por más que toso como un gato y me meto los dedos en la boca y hasta la garganta, no soy capaz de vomitarte. Te has quedado parasitariamente dentro de mí. A vivir de los pocos fluidos vitales que me quedan para querer.

Y lo que cuesta quitar este olor de tus Marlboro de la habitación. Todavía descansan a medio acabar en el cenicero. Quizás, en un rato, te fume. Calada a calada. Sintiendo que ya no puedo caer más bajo.

viernes, 9 de octubre de 2009

Siempre tuya, Lolita.

Humbert volvió. Claro que volvió a mí. No necesitó excusas para enterrarme, de nuevo. Esta vez se presentó bajo la lluvia de ese maldito y tormentoso día con un cuchillo pequeño y afilado, como yo, dentro de su bolsillo. Me rasgó entera. De arriba abajo. Sin compasión. No sin antes recrearse en mi sexo y en mis pupilas que pedían que me diese, aunque sólo fuese por un día, un poco de caricias reales. De las que sientes ahí dentro. Justo entre las costillas y el estómago.

Pero el cabrón no tiene piedad cuando de sangre fresca y libidinosa se trata. Se vuelve más escamoso y más reptil que nunca. Muerde y no tiene paciencia para guardar las garras. Que sólo quieren arañar de arriba abajo. Y de abajo a arriba. Haciendo desangrar a su víctima. Inhalando los efluvios que las vísceras emanan a borbotones, junto con la sangre y el pus. Esos efluvios que provocan que todo él se estremezca de gusto. Gritando.

Le vi llegar violento y acelerado. Su respiración se entretenía paseando entre la excitación y la rabia. Yo ya sabía de qué se trataba. Qué quería. Las nínfulas lo sabemos todo de Humbert. Lo intuimos todo. Así que para cuando sacó el cuchillo y las garras, yo ya me había molestado en arrancarme la camisa, sin desabotonarla, para dejarle mi pecho descubierto a la puñalada que sabía que me merecía desde hacía tiempo. Por ilusa. En mi piel, escrito a fuego se leía “Ella se deja de querer para quererle solo a él”. Qué asco.

Antes de hincarme la primera puñalada, me miró, me olió, lamió mi cuello provocando una excitación mutua. Se quedó un minuto exacto penetrando mis ojos con los suyos. Luego llegó la sangre. Antes de la segunda, me tocó. Antes de la tercera, me masturbó. Antes de la cuarta, lloró. Yo seguía sonriendo. Sabía que ese momento tenía que llegar. Me moría de placer. Porque él estaba otra vez ahí, conmigo. Prestándome atención sólo a mí. Por fin. No había nadie más en ese momento que yo para él. Él sabía qué estaba pensando. Por eso no pudo evitar que una lágrima saliese de su globo ocular. El señor de la sangre fría se volvió tierno y frágil por una décima de segundo.

Para cuando quiso recuperarme, yo yacía inmensamente feliz en el suelo. Mis pupilas se habían apagado por ese día. Aunque el iris brillaba mirándole a él. Fulminándole. Obligándole a pensar que quizás, a quien realmente quería asesinar era a él mismo.

Echas de menos a tu nínfula y por ello no puedes evitar odiarla, Humbert. La echas de menos y te duele. Odias hacerte vulnerable ante mí. Por eso me rompes. Por eso me asesinas varias veces en el tiempo, maldito sangre fría. Para luego resucitarme. Para luego volver a engañarme. Para luego volver a odiarme. O eso me gusta pensar, para no tener que creer lo insulso y absurdo de la existencia de la niña de porcelana en este mundo.

Me llevaste por toda la habitación, cogiéndome por la cintura, arrastrándome, dejando un rastro de sangre que dibujó un semicírculo en el suelo. Te tumbaste. Posaste tu cabeza en mi pecho. Escuchando cómo mis latidos se habían escapado. Volviste a acariciarme. Cerraste mis ojos. Me besaste. Con la sangre de mi estómago me pintaste los labios y yo recordé... "Me da mucho morbo pintarle los labios a las mujeres, Lolita. Pero tú no eres y nunca serás una mujer. A mí me da morbo tenerte, Lolita". Luego me volviste a besar sorbiendo la sangre con pasión. Querías tenerme dentro una vez más.

Te levantaste. Y a mí me levantaste la falda. Pero tampoco me hiciste reaccionar.

Querido Humbert, harás todo lo posible por resucitarme. Me acariciarás la pierna desde el tobillo hasta la rodilla esperando que dé un respingo que me sonroje. Buscarás un gemido oculto entre mis piernas. Dejarás rastros de tu baba a lo largo y ancho de mi cuerpo. Te irás con otras chicas más guapas pero no más jóvenes que yo delante de mí. Me castigarás vendándome los ojos, cara a la pared, escuchándote hacerlo con las otras...

Querido Humbert... Sabes que lo haré. Que resucitaré. Aunque cada vez, quiero morir un poco más. Cada vez más, quiero dejar de sentir.Te.

sábado, 3 de octubre de 2009

Intruso espacial

Los líos de ocho piernas parecen absurdos al lado de lo complejo de tu expresión.

Sigue siendo jodidamente difícil descifrarte. Y me has enganchado, porque odio los misterios sin resolver, los extraterrestres translúcidos que se entrevén en tu ventana, los fenómenos paranormales que provocas por las noches en mi húmedo ambiente y los fantasmas que te siguen por la habitación cada vez que cruzas el umbral de la puerta.

Y lo peor es que no soy una escéptica. Sino que prefiero pensar en el mundo mágico. En tu mundo de locura y perversión, lo hago mío y me convenzo de que yo siempre he estado ahí. En realidad a ti te gusta. Siempre me abres la puerta. Y los ojos. Y parece que me quieres tragar con la mirada cuando decido situarme encima de tu cuerpo. Tienes hambre, pequeño sucio animal. Y tus escamas se vuelven suaves para no rozarme la piel. Para mantenerla intacta después del contacto. Para que no sufra. Para darme placer. Para alimentarme de ti.

Estoy convencida que de todos esos ovnis que sobrevuelan tu azotea, uno te ha abducido durante un par de años, devolviéndote a la tierra con aspecto indefenso, frágil, quebradizo. Justo antes de conocerte, cuando todavía eras sociable, tierno y amante. Hoy eres arisco, atractivo e inhumano. Y no hay nada más que pueda coincidir tanto con mi sociopatía innata. Has dado con una nínfula enrevesada, malpensada, sucia y terrorífica. Has encontrado tu medicamento en tu propio terreno. Llegué, sin más. Te descubrí, sin menos.

A ti te han traído de la Luna. Eso ya lo sabemos. Quién sino te iba a amadrinar a ti, que la contemplas todas las noches, desnudo, agachado, en posición de ataque. Así me gusta imaginarte, animalario y desafiante hasta con la puta luna llena que te hará hoy mío otra vez. A mí quizás me haya apadrinado Marte. En realidad no lo sé, ni me acuerdo. Aunque estoy segura de que yo también llegué de ahí arriba. Tuvo que ser Marte. Masculino, ardiente, agresivo, rojo... Marte me sugiere calor hasta el derretimiento. Como cuando me rozas o hablas cogiéndome de la ropa interior. Me-de-rri-to. Tuvo que ser Marte. ¿Quién sino tendría la desfachatez de crear a una pervertida nínfula? Una niña que descubriría su cuerpo pensando en su creador...

Tanto los lunáticos como los marcianos, solo sabemos odiar. Un acto de ultraviolencia que excita… Por eso tomamos la democrática decisión de pegarnos en incontrolables noches de sexo y vicio. Pero la hemos jodido. Y tu cuerpo muerto pesa más de lo que puedo soportar. Te necesito vivo. Activo. Consciente de tu cuerpo. Consciente también del mío.

Supongo que quiero decir que prefiero que me mates, antes de matarte yo aquí arriba y ahí abajo.

domingo, 27 de septiembre de 2009

Jodido Humbert

Me aproveché del cliché de la mayoría de edad. Lo desgasté. Me aproveché de tener un pecho elevado, unas piernas largas, un rostro liso y una piel suave. Me aproveché también de mi voz. De mis andares. Siempre semejé menos de lo que marca mi fecha de nacimiento. Así llamé tu atención. Sin saberlo. No sabía que querías este juego. Yo sólo me dejé acariciar. Subí las escaleras de tu mano. Entré en tu mundo. Olía a húmedo. Apestaba a sexo. Y a partir de ahí todo fue muy fácil. Y muy jodido.

Me ganaste ese mismo día. Al final de la noche, cuando la sobriedad por fin volvía a hacer presencia, te diste cuenta de la primera vez que me viste realmente sintiendo deseos de poseerme. Entreabriste los ojos. Me rodeaste de nuevo la cintura con tus brazos. Y antes de dejar descender tus manos por mi entrepierna, susurraste levemente que te parecía encantador que no supiese bailar, pero sí disimularlo.

Tú me enseñaste a no ser demasiado exigente con tus exigencias. Admitiendo y asintiendo. Viviendo cada segundo de vicio sin pudor. Sin plantearme en qué tipo de Lolita me convertía. Pero completamente segura de que eso era lo que anhelaba desde hacía tanto tiempo. Un sexo sincero. Sin tabús. Un sexo sucio, atrevido, incoherente, convulsivo, susurrante… “Quiero hacerte cosas terribles”, “Hazlas, pequeña. Házmelas. Aprendes rápido”.

Aprendiz. No exigente. Complaciente. Satisfecha al verte rendido a la delectación. Enamorada de tus temblores previos al placer absoluto. Terriblemente enganchada de ese preciso momento en el que pierdes la racionalidad y necesitas, a gritos y a aullidos, hacerme y hacerte saber que has explotado. Que tu cuerpo se ha expandido, como siempre consigo hacer. Es en ése instante y no en otro, cuando te miro desde abajo. Te miro y observo desde mi posición privilegiada. Estás pleno. Feliz.

Sé que es en ese momento cuando más me necesitas. Entonces me abrazas. Me dices que no quieres que me vaya. Que tienes que hablarme al oído mientras duermo. Que tienes que velarme por haber sido buena. Por haber sido mala. Que tienes que vigilar mi sueño para que nada perturbe a tu nínfula del placer. Todavía te queda mucho por enseñarme. Pero contigo, nunca jamás tuve tantas ganas de aprender.

Me estás modelando. Creando. Soy tu títere. Clavas tus dedos en mí, me manejas como quieres. Eres consciente de mi vulnerabilidad cuando tú estás cerca. Y te excita el simple hecho de intuirlo. Yo quizás, también tenga algún poder contigo. Te huelo. Mi parte animal derrumba a la racional… y entonces soy como a ti te gusta. Despedazadora de lencería y carne. Objeto. Y me dejo… mi deseo sexual depende de ti. Que eres el mentor y ejecutor de caprichos conmigo. Sabes que no diré que no. Somos conscientes los dos de tu ventaja. Mi inmovilización lleva tu nombre en cada una de mis cuerdas. Ésas mismas que utilizas para encordarme. No sólo a ti, ni sólo a los pies de tu cama, sino también a mis deseos y sentimientos. Y es que soy una drogadicta de corretear tu cuerpo con mis uñas mal pintadas de rojo. Porque hoy no es negro. Hoy es rojo para ti.

Nos gusta tumbarnos y disfrutamos tocando al otro. Por fin alguien me deja acariciarle al mismo nivel que me obliga consentidamente a acercar mi boca a su sexo. Para mí, error terrible de nínfula, la suavidad y la depravación van de la mano. Sigo siendo una niña ¿recuerdas? Eres tan jodidamente duro y delicado. Tan frío pero siempre cálido. Tan callado y tan estúpidamente sincero. Eres la contraposición que refleja mi mundo. Eres mi bipolaridad hecha realidad. Joder Humbert. Eres mío. Deberías serlo. Quizás tendría que tener algún derecho sobre ti más allá de las cuatro patas de la cama. ¿Es que no me lo merezco?

La he jodido Humbert. Porque te quiero. Supongo que esto también debe formar parte del juego macabro que hemos creado. Gracias a ti, puedo llegar a entender que el mayor de los sufrimientos conlleve un ilícito placer que provoca que salive más de la cuenta. Como a ti te gusta. Como a mí me encanta. Babeo sobre tu pecho mientras desencadenamos la rabia húmeda y contenida en contracciones físicas.

Siempre me serví para concederme favores y placeres que de otra manera no conseguiría. Siempre me utilicé para ti y para repeler a quien pudiera verme igual que tú. Porque mi egoísta mente sabe que debes ser tú y no otro. Hoy los placeres claman por ti de nuevo. He dicho que no muchas veces. Pero también he mostrado todo mi cuerpo, sin ningún tipo de pudor para seguir creándome como Lolita. Comiendo torpemente mientras miro por el rabillo del ojo todos los Humberts que pasan por la ventana. Observando lascivamente a mi alrededor mientras mojo mi dedo pintado de escarlata para pasar las páginas de un libro en el metro. Pero ellos nunca, nunca, han funcionado como sólo tú sabes hacerlo. Me has enganchado, jodido pervertido. Y esta vez no puedo escaparme sola. Tendré que llevarme a alguien para que me saque de ahí. De ese estado mental de ensoñación en el que sólo existe tu cuerpo desnudo y el mío rozándote con impura pasión.

Hoy he manchado las sábanas con el rímel de tus promesas. Echándote de menos hasta el dolor físico. No me sirve ya jugar conmigo. Necesito que tú estés cerca susurrándome cómo. Cuándo. Dónde. Y acariciando mi cara mientras dices “Aprendes rápido, pequeña”.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Castrada

Al abrir los ojos una maldita luz cegadora ya se había hecho con mi habitación. Echaba de menos aquellas grandes contras de madera que, arrancadas, esperaban rotas en el suelo. Padecí mis párpados de metal. Mis globos oculares dolían. Chirriaban de dolor. Las legañas no me dejaban ver bien y noté en mi estómago mil punzadas a la vez. La cabeza me estallaba. Y sentí que algo estaba pegado entre mi mejilla derecha y las sábanas. Quizás era sangre, quizás no.

Lo recordaba todo, aunque no quería hacerlo. Lo recordaba todo al milímetro pese a que el güisqui había recorrido mis venas durante todo el proceso. Salí de caza. No tenía otro objetivo, otra motivación… no tenía nada más que hacer que buscar carne para despedazarla con estos colmillos que chirriaban involuntariamente en mi boca, avisándome de que necesitaban despedazar. Necesitaban placer.

Fue fácil camuflarme entre la noche. Juego con ventaja al contar con la sangre fría del reptil. Además, la luna, puta ella, me guiña un pícaro ojo si sabe que teñiré su negro de un rojo sanguinolento. Aquella noche advirtió mis armas escondidas bajo la gabardina. Manos sueltas, una sosteniendo una vieja botella de bourbon, caminar lento y sensual, piernas descubiertas, labios humedecidos por el alcohol. Y ella me ayudó apagando cada una de las estrellas que se atrevieron a salir.

Él, simplemente, era un espectro vagante, maleante de la noche. Otro más. Otra presa más para Mardou. No tardé en buscar una excusa para adentrarme en la negritud de los callejones, arrastrándole hacia mi telaraña, tirando violentamente de su cinturón. Fue fácil hacer desaparecer el contenido de la botella entre los dos.

Entonces… Dolores volvió a aparecer. Pequeña, inocente. Tan Lolita… Sin saber realmente qué hacer con ese cuerpo ajeno entre sus manos y esa lengua entre sus húmedos labios. Remordimientos, dolor. Pensaba en lo que me solía decir el inmundo viejo. Que yo le gustaba pálida, ojerosa, aniñada, complaciente, callada, débil. Fueron varios meses los que necesité para dejar que el sol me tocase la piel, cuando me dediqué a dormir más de cinco horas, cuando decidí que quizás podía llegar a ser un proyecto de mujer, vistiendo torcidos tacones y pintando asimétricos labios rojos, cuando le obligué a que me diese placer a gritos y arañazos…

Y ahora los únicos arañazos que daba eran al aire, tratando de desaparecer de ese putrefacto callejón. Tratando de escapar de mi propia telaraña. Pero la asquerosa noche hizo el trabajo sucio. Dejándolo todo negro. Sin sentido. Desvaneciendo mi suerte y mis pocas posibilidades de escapada. Ya estábamos en mi guarida. Mi terreno. Mi espacio. Mi propia tumba. Continué. Le babé. Le desvestí. Yo llevaba toda la noche desnuda. Todo era excesivamente fácil. Nunca es demasiado difícil dejarse llevar. Fijar la mirada en el techo y dejarlo pasar.

Recordé con angustia, que aunque yo había tratado de ser lo contrario a mi esencia, cuando me volviste a ver, pese a mis exigencias, seguiste llamándome Lo. Seguías susurrándome “pequeña” mientras me hacías balancearme encima de ti. Seguías siendo mi Humbert. Ese viejo ser con el que podía ser realmente yo. Seguías pidiéndome que te hiciese sentir más. Seguías exigiendo. Porque sabes que me gusta obedecer. Y parecía que tenía la partida ganada. Pero me volviste a enjaular, maldito animal, en la distancia, en tu ausencia. Maldito animal. En realidad, chico de cristal. Dejas miembros caídos cada vez que te levantas. Tu cuerpo no puede con tantas nínfulas. Lo sabes. Lo sé. Pero no quieres sentarte y esperar. Y sentir. Pese a que sabes que nací para dar placer. Te parezco una neonata de la sexualidad. Y te gusta. Que dé todo. Que no pida nada. Mi obsesión por calmar ansias ajenas me lleva a no hacer caso a las mías propias...

Y mis ansias inexistentes lloraban cuando el vagabundo nocturno se marchó. Entonces me colgué de la madera con todas mis fuerzas, las pocas que me quedaban. Aún desnuda. Conseguí romper las contras y la luz entró por la ventana. Por fin el sol estaba saliendo. La noche había acabado. Ahora esperaba mi penitencia.

Por eso yazgo, acurrucada en la cama, con las manos ensangrentadas. Tapada con las sábanas todavía húmedas. Impregnadas de extraños. Ajenos. Ya no huelen a ti. Hace frío. Pero da igual. Porque no te quieres dar cuenta de que cuando por fin me quieras, porque lo harás, tú ya no podrás llamarme Lo. Ni yo a ti Humbert.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Muda

Sangro, por las comisuras de mis labios. Tanto grité y grité ayer, que no sólo mi garganta se convirtió en profunda y roja, sino que la sangre dejaba rastros de un color escarlata mortecino a lo largo de mi cuello.

Cuando me vi en el espejo, la vampírica imagen que recibí a cambio se rompió en mil pedazos llevada por la ira. Dicen que da mala suerte romper espejos. Pero también los gatos negros. Y yo guardo cientos de ellos en pequeñas fotografías positivadas en blanco y negro. Y yo te guardo dentro cuando puedo. Es decir. Siempre. Aunque no deba ni quiera.

Pero entre el estómago y el hígado hay un hueco vacío y permanente que reza: aquí yacen las ganas de comer y el alcohol del desamor.

Inevitablemente tú siempre invades esa parte de mí y yo no puedo hacer nada más que rezar, juntando las manos, mirando hacia el cielo, tartamudeando una plegaria infinita que no tiene objetivo claro. Pero me reconforta estar de rodillas. Y el dolor de la carne viva junto la sangre que baja hasta mi pecho. Me reconforta que me duelas.

Eso será, siempre, signo inequívoco de que todavía estás vivo. De que todavía ellas no te han matado. Ni ellas ni tú mismo. Tirándote desde la ventana por haber intentado tocar la luna llena, a la que aúllas cuando sale victoriosa, de entre esas nubes que se empeñan en ocupar sólo tu terraza.

Así que el lobo aulló. La nínfula gritó. Hubo un asesinato cruzando la calle. Y sólo pude reconocer un par de órganos que ya se descomponían ayudados por las vibraciones en el aire de mis gritos de ayuda. No eran ni mi hígado ni mi estómago. Así que aunque exploté en mil pedazos, tu maldito lugar quedó intacto. Y mi garganta destrozada de por vida.

Pero nunca grité por la muerte. Siempre grité por ti.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Falso rojo

Desapareciste. Poco a poco. En mi mente, desapareciste entre una espesa neblina que no sólo avecinaba tormentas sino también desdichas y desamores.

Desapareciste. Y te fuiste con ella. Una de esas que tú llamas chicas de cartón. Una de esas que yo llamo chica de plástico. De plexiglás.

No vestía bien. Ciertamente parecía recién recogida de la calle. No tengo nada en contra de las chicas de la calle. Salvo que se pueden doblar, plegar, están abocadas a eso: al manejo fácil, interesado.

Yo siempre exijo. Por eso no te valgo de nada. Para nada. Sabes que me inclino a tus peticiones, pero siempre bajo mi consentimiento. A la chica que es de plexiglás, eso no se lo tienes que decir, ni tan siquiera dar a entender. Ella no opina. Ella actúa, bajo su falda roja de cremallera infinita. Es normal que te gusten así.

Fáciles. Con cremallera. De las que se bajan. Y no hace falta volver a subir. Te gusta que las cremalleras sean largas. Que los cierres no se acaben nunca. Que siempre esté abierta. Que no haya fin para esa apertura. Yo en cambio te digo. Que me tienes que ganar. Aunque sea un poco. No sé de qué te quejas, si tampoco, nunca, te lo he puesto difícil. Es sólo que tú buscas que ni tan siquiera tengas que pedir con tus ojos.

Como aquel día en el que espiabas mis movimientos desde la pared. Mientras yo bailaba espasmódicamente ante un ritmo frenético y perdido. Perdido y frenético. Así como yo. Por eso digo que me gusta el powerpop.

Aunque en realidad lo odio. Me gustaría más cualquier cosa si eso significase no tener que balancearme. Si eso significase poder tenerte más cerca sin mirar hacia otro lado. Imitando esas chicas que hacen que no están. Que no son. ¿Sabes que te digo? Piérdete.

Piérdete entre cremalleras. Entre estúpidas chicas de plástico. Entre don nadies vestidas de rojo. Piérdete. Déjame. Pero déjame de verdad. No me digas que en unos días vas a volver. No. Déjame marchar.

Y dime que nunca, nunca, nunca, has pensado en bajarme la cremallera. Que siempre has querido besarme el cuello y dejarme tu aliento en mis muñecas. Que nunca has decidido jugar bajo la falda sin contar conmigo. Que siempre has querido que yo te manejase desde el principio. Como cuando te besé estando sentado en mi cama.

Dime que nunca, nunca, nunca, la preferirás a ella, a la chica de plástico. Y dime, si eres valiente, que nunca, nunca, nunca, has sentido debilidad por mí.

lunes, 31 de agosto de 2009

Contra la pared

Hoy me desvelé pensando en el peligro de tu pequeño cuerpo, cubierto de cientos de puntiagudas aristas de indiferencia que son capaces de arrancar ojos y desollarme lentamente.

La interrupción de mi sueño, del cual tú no eras protagonista aunque sí aquella noche de saliva y demás humedades, me hizo caer en la cuenta del profundo odio que provocas en mí. Te odio porque me desvelas siempre. Porque me mantienes en tensión. Siempre esperándote. Esperando tu reacción.

Es cruel la luna cuando de mí se trata. No soporta ni un solo guiño de complicidad por mi parte. Si lo hace, es para darme a entender que nunca, nunca tendré cabida en un mundo con diferentes direcciones. Siempre estarás tú, y luego tu real tú.

"El juego es sencillo". Siempre decías eso. Tú te encargarías de decidir cuándo empezamos a jugar. Yo, de actuar. Sólo bajo tu decisión. Únicamente con tu permiso. Así, largos meses después, Lolita pierde energías cuando decides jugar con otras y a ella la castigas en el rincón. Del olvido. La dejas allí, me dejas allí, mirando a la pared gris y putrefacta que suda líquidos de otras que no soy yo. Desde esa habitación escucho el placer de mis contrincantes. Mucho más jóvenes, mucho más lascivas, mucho más bellas, más afines a ti que yo. Eso pienso.

Los celos me provocan náuseas y que me arranque el cabello cuando, desorientada, busco una salida en este laberíntico infierno; la angustia provoca que los sudores fríos me despierten por la noche, exhalando leves gemidos cuando el aire no llega a mis pulmones. Porque tú me decapitas, arrancas mi tráquea cada vez que las besas.

Y tú no sabes que me castigas. No sabes que me duele. No sabes que sangro. Que lloro. Que todo el humor de mi cuerpo se desvanece día a día. Nínfula a nínfula... Porque en el juego no había cabida para las emociones más allá de nuestro sexo. Soy una tramposa y me castigas por ello. Sin saberlo. Porque como buena nínfula mentirosa, te miento. Y digo que no siento. Y te digo que ella me parece preciosa. Que disfrutar los tres estaría bien. Que juguéis conmigo. Que juegues conmigo. Que hagas lo que quieras. Y miento muy bien. Muy bien.

De pequeña, cuando mentía, rezaba. Por miedo a ir al infierno. Ya no sé rezar. Olvidé hace mucho tiempo cómo se hacía. Ahora no rezo a ningún Dios. Pero pido al aire, a los cuatro vientos y a esta maldita ciudad que nos unió, que te des cuenta de que sigo gritando en esa habitación donde me has recluido, siendo testigo pasivo de cómo tú sigues jugando con ellas. Y dices que yo soy diferente..."mi pequeña". Pero ya no me lo creo.

Y cuando no rezo, suplico. ¡Deja de formar y crear e invertir mi mundo!. ¡Déjame libre!. ¡Deja de obligar a mi cuerpo a rendirse ante ti con una sola y mísera orden!. "Inclínate" me dices. "Inclínate Lolita". Y yo me inclino excitada por la orden y desordenada por mi amor hacia nosotros. Ciega de lujuria. Ciega del futuro. Sólo consciente del presente. Y en ese presente sólo cabe la violencia que desatamos entre esas cuatro esquinas.

Tú también siempre me dices, sincero Humbert, que soy transparente. "Eres totalmente transparente, Lo". No soporto vomitar sensaciones por mis ojos cuando estás conmigo. Sólo tú eres capaz de hacerme así. Pero sobre todo, es insoportable querer tenerte sólo para mí, convertirme en una bestia celosa que enseña los colmillos ensangrentados cuando ellas se acercan.

Qué fácil es caer cuando una no quiere sostener su peso entre dos piernas, cuando prefiere dejarlo todo al azar y al destino (que eres tú sosteniendo mis extremidades: todas ellas).

Es patético ser tu nínfula. Y jodidamente inevitable.

viernes, 14 de agosto de 2009

Invocada y asesinada

Cuando conocí al primero, todavía no era consciente de que lo más obsesivo estaba aún por venir. Entró en mí de manera inconsciente. Le quise. Y omití todo tipo de jugarreta sucia. Los dos nos impregnábamos de eso que llaman ignorancia consentida y pasábamos de nosotros buscando emociones mayores. Realmente el éxito estaba justo delante, es esa cama, pero... ¿quién se iba a dar cuenta cuando lo único que realmente importaba era el baño en saliva ajena? Aún así, nuestra autodestrucción llegó cuando nos dimos cuenta de que no podíamos vivir sin el otro, y sin los otros.

Entonces apareció un torbellino que movió cielo, mar y tierra. Hizo temblar mi cuerpo, mi casa y me enseñó a pasear borracho en línea recta camino de más y más bares abiertos. Su ventaja era que, símplemente, no le esperaba. Apareció sin más. Y sin más me hizo olvidar al primero. Tras noches de sumisión y dominación en las que no faltaba algo de violencia, me enganchó. Otra droga más. Otro misterio sin resolver, cuando las marcas escondidas de su piel revelaban un mensaje secreto que sigue sin querer desvelarme. Me enamoré rápidamente de su pelo rubio, su descaro y poca vergüenza. Y de sus manos firmes al corgerme en el aire, aunque su pequeño cuerpo pareciese estar a punto de quebrar. Al final, quién acabó rota, no fue su espalda.

ÉL llegó sigiloso. Casi mudo. Invocó al diablo y aparecí yo. Desnuda, un día cualquiera en su cama. Él estaba enfermo. Yo le curé sin esfuerzo. Y los dos crecimos tontamente en los pálpitos del otro. Si trato de ser sincera, yo caí por sus agachados, oscuros, escondidos y tímidos pero lascivos ojos, que se tendieron en el suelo nada más notar un contacto directo con los míos. En ese momento me di cuenta de que estaba sentenciada de por vida, de que el diablo había caído en la trampa de un malévolo superior. Se había acabado mi seguridad: él sabía que yo no era más que una nínfula disfrazada de Mardou. Él sabía dónde tocar, y tanto, para que doliese más pero se notase menos en el momento. El maestro de las drogas de placer y de gemidos sin final. El que siempre, siempre será Humbert.

Su gran talento es la mentira. Pero nunca de palabra. Juega con una mirada realmente consciente pero infinitamente irreal. Dice que cuenta que comenta que habla. Pero en realidad, él, hechiza. Primero te hace entrar en un juego en el que todas valemos. Luego se decanta por algún rasgo. Oh. Yo caí por una gran estupidez: mi juventud y mi precoz descaro.

A partir de ahí, todo sigue su rumbo. Él te domina. Tú articulas alguna que otra palabra dejando siempre espacio para más, y más, y más de su sexo. Y joder, siempre le dejo espacio. Por qué no, si me encanta ser hechizada. Si no puedo vivir sin sus órdenes y sus labios gesticulando una y otra sentencia que hace que yo sea alguien diferente. Alguien...mucho más yo, cuando la oscuridad protagoniza mi mente.

Es un dolor tan deseado como el que me deja casi inconsciente cuando me muerdo los labios y, aún sintiendo la sangre bajando por la barbilla, mis dientes siguen apuñalando las carnosas aberturas del placer.

Y es que el truco de todo esto, es que Él es mi oscuridad. Cuando te topas de frente con ella, no valen artimañas. Sólo puedes rendirte y abrir la boca... a cuanto desee. Di de bruces contra mi propia sombra, mis peores temores y mis impensables deseos. Todo a la vez. Porque eso es lo que él es. Y me tiene toda para sí. Él siempre juega con ventaja. Sabe que no podré ser Lo ni Lulú con otro. No. Nunca. No quiero. No puedo.

Humbert me arrebató a los demás al ser un misterio infinito. Y lo peor de todo es que me alegro por ello.

sábado, 8 de agosto de 2009

Vesania

Te has cansado de nosotras. De recibir todas las noches los mismos mensajes. Sobre todo cuando como ayer, te advertíamos de la llegada de la luna llena; todas esperábamos ansiosas en ser las primeras en verla y en describírtela. Todas queríamos nuestro premio. Todas dábamos zarpazos para que con nuestras palabras ella fuera más bella y más plena que nunca.

Cuando acabó el baile porque la luz de las ventanas eclipsó la ebria nocturnidad, en sueños me advertiste que estabas cansado. Que ya no te importaba, que nos coleccionabas a nosotras y a nuestras inválidas llamadas de atención. También salías corriendo y buscabas un lugar donde esconderte. Yo trataba de seguirte sin semejar desesperada. Sólo quería hablarte para pedirte, doblando mis rodillas, que me dejaras ser testigo de tu transformación.

Pero aunque sueño que es posible pasar una noche casi entera contigo, luego me reprocho mi estupidez. Y en esta locura onírica tú me avisas, apartando mi mano de tu hombro, que nunca el cielo estuvo tan cerrado, el astro tan tapado y tu cuerpo nunca fue tan humano.

No eres intocable. Pero sí inalcanzable. Y mis constantes esfuerzos por mantener los pies en la tierra y la cabeza fría, se dan contra el bordillo de la acerca cada vez que la piso para meter la llave en la puerta y volver, solitaria, entre mis sábanas viejas. Allí, cuando yo te imagino, no están ellas. Estoy yo. Llegas tú. Yo no me muevo. Tú me dices, me hablas, me tocas. Me rindes un extraño culto que me hace retorcer la columna y contraer mi entrepierna. No quiero que entres en mí. Ahora no. Si lo haces, aunque sea así, en sueños, volverás a marcar ese territorio que tanto cuidé en vetar a aquellos que me pudiesen dañar.

Aún así, es injusto que te considere un mentiroso. Por ello no lo hago. Siempre dices la verdad cuando de nosotras se trata. Advirtiendo que tu cuerpo, pero sobre todo tus palabras, están cubiertas de espinas que se clavan sin pudor en el frágil cuerpo de las nínfulas. "Debes ser fuerte", dices. "Debes cubrirte de grandes vendas para que tales agujas no te penetren". Así que me quedo muda, sorda, ciega,... para seguir recibiendo ese tun tun tun incesante de tus palabras repiqueteando en todas las partes de mi cuerpo.

Juego con ventaja sobre las demás. Todavía me consideras tan pequeña e indefensa como sólo a ti te gusta. Aunque en el fondo sepas que es mentira, sobre todo cuando soy yo la que toma las decisiones y tu cuerpo, y hago lo que quiero contigo. Sólo en tu húmedo refugio la nínfula deja paso a Mardou. Lo y Lulú crecen de repente, y se aprovechan del carácter subterráneo y de las manos expertas de Mardou, aportando ojos infantiles, piel suave y frases entrecortadas que sólo ellas, en toda esta maldita ciudad, sabrán dedicarte sólamente a ti.

Pero esa corta distancia que me separa de las demás, es la que me acerca al abismo y a la locura. Me hace ser cada día un poco más Mardou. Y recuerda Humbert... Recuerda que ella no sólo vive de ácido y beats. Vive también de sed y hambre de ti. Y cuando su vesania se alimente hasta explotar, las vísceras de su cuerpo seguirán pidiéndote una y otra vez más, saliva, música y un reptil al que abrazar.

Los dos jugamos con fuego. Aunque yo me queme poco a poco.

lunes, 3 de agosto de 2009

Lunáticos

Aunque sea de día siempre pienso y deseo que la luna sea llena esta noche. Todas las noches. El efecto que dices que ella tiene en ti, me excita. Me susurras (conmigo siempre susurras, ¿lo harás con las demás también?) que te conviertes en gato. Un atractivo gato negro que se confunde con la oscuridad de la noche.

Quizás te lo inventas para seguir enredándome, enredando con mi pelo. Pero en el fondo sabes que me voy a dejar de todas maneras. Presumiblemente te lo inventas porque sabes que me encanta y me desespera a la vez que mientas y me construyas un mundo con tus reglas y tus fantasías. Y con columpios solitarios, árboles milenarios y con felinos negros de ojos amarillos que se encargan de vigilarme, impasibles a mi sufrimiento.

No me gusta pensar que nunca te voy a besar. Porque no puedo. Dejo que te acerques mucho a mí. A mi cara. Dejo que me rodees con un brazo y me hables del mundo. De tu mundo. De ti. De lo poco que encajo yo en un mundo que obligo a que siga siendo mío. De mis posibilidades de escapatoria. De la dulce huida y del peligroso escondite que tú siempre me ofrecerás.

Yo nunca me acerco. Eso sería incorrecto. Pero no lo hago porque sé que tú sí lo harás. Porque a ti lo correcto te da igual. Porque para ti lo correcto es despertar a Lulú, dejar dormir a Lolita. Y hacer que la nínfula sueñe contigo. Porque las acaparas siempre a todas. Porque sabes y quieres tenerme toda para ti.

Y yo siempre me dejo. El encantamiento del gato negro. Huidizo, inteligente, cálido en la cercanía, helado cuando tus dos musas te aburren y sales de tu cueva buscándolas más guapas y mejores... más pequeñas. El conjuro de la nínfula. Tonta, poco inocente...pero muy consciente. Y un poco puta. A veces tanto, que se convierte en gata. Saca sus zarpas y trata de morderte. De arañarte. De pelearte. De destrozarte por fin para que liberes a las dos. A Lulú. A Lo.

Juro que, algunas noches, las más negras, las más cerradas, en las que la luna no puede estár más llena, el halo que provoca, roza mi piel, me convierte en un ser felino que quiere que acabes por romperme y por destrozarme. Para que ella, la gata más indecente, más puta, acabe rasgándote los ojos, haciéndote sangrar. Evitando el jodido efecto de tus ojos amarillos en mi cuerpo.

Pero también juro que esas mismas noches acabo gateando, ya convertida en Lulú, buscándote otra vez. Para acariciarte otra vez. Para que me susurres otra vez. Aunque yo no acerque mi cara. Porque no puedo. Porque eso, es incorrecto.

viernes, 24 de julio de 2009

Morfinómana

Decidí disfrazarme de Lulú, llevando a cuestas mi cara de niña buena y mis malas intenciones. Acabé consiguiendo lo que quería, volver a refugiarme en ti mientras te engañaba teniendo en mente a Humbert.

El maldito viejo degenerado es capaz de convertirme en una masa viva de obsesiones imposibles. Para nublarme la vista y el resto de los sentidos, me dijo susurrante al oído mientras sostenía una copa helada entre sus manos: "casi los puedo oler". Mis pechos temblaron. Yo, me ruboricé.

De espaldas, con un cigarrillo en la mano y asomado a la ventana, me dijiste que cada vez más notas la importancia del tiempo, pesando sobre tu espalda, segundo tras segundo. Goteando incesante en tu piel descubierta. Yo te respondí, todavía húmeda entre las sábanas de esa maldita cama, que fumabas demasiado para tu pequeño cuerpo. Mientras, abría otra cápsula de poderosa droga que consiguiese aplacar la angustia. Sólo unos minutos más tarde, tuve que abrir otra para evitar que ésta se escapase. Empecé a pensar que echaría de menos la angustia, porque eso es lo único que me queda de él.

Necesito que Humbert no me deje dormir; necesito que Humbert trastoque mi suerte; quiero que Humbert descalabre mi vida y me haga retorcerme de dolor. Tal y como me retorcí cuando me enseñaba a tocarle y a tocarme. Tal y como serpenteé por su habitación, por su cama y por su cuerpo cuando desapareció la vergüenza.

Aquella noche volví a ser ella. Me vestí de alter ego. Me pinté torpemente los ojos de negro, como una niña que trata de aparentar más edad. Lulú volvía a mí buscando alguna guerra en la que combatir, alguna batalla que perder y un Humbert al que conquistar con sus enclenques piernas y sus retorcidas manos. La princesa del desaliño volvió a pisar las calles y cuando retornó al hogar acompañada ya por los rayos del sol, tenía bajo su brazo una victoria: la de los ilusos.

Al día siguiente el efecto analgésico de la morfina era sólo un recuerdo. El alcohol había ayudado a que Humbert apareciese vívamente, apasionado y enfermo buscando desesperadamente una nínfula perdida en un vaso de cristal, con un par de hielos y mucho güisqui. También había conseguido que ella, yo, de nuevo, cayese derrotadamente sobre sus brazos, sin ninguna resistencia.

Aunque al final nadie me acompañó a casa, nadie me desnudó, nadie acarició mi espalda desde la nuca a la cintura hasta quedarme dormida, ni nadie veló mis sueños, supe que esas miradas y un estúpido choque de copas habían sido suficientes para provocar que un ligero hilo de baba cayese lentamente por mi boca y hasta mi pecho.

Salivaba pensando en las incesantes noches que Humbert y yo dormíamos sólo por el placer de despertarse sabiendo que el sexo sería la acción consecuente tras abrir los ojos.

Por eso te sigo diciendo que fumas demasiado para tu pequeño cuerpo.

sábado, 4 de julio de 2009

Me vendí barata

Qué perverso eres haciéndome recordar cómo mordisqueabas sin piedad mis dedos, antes de hablar con dulzura mientras manteníamos la mirada fija en las manchas de humedad de tu techo.

Qué inútil tratar de esconder los temblores ocultos.

Te asemejas demasiado a mí, cuando dices que aguantaremos aunque los dos seamos diferentes. Que ahora cuando te vea no podremos acabar desnudos tapándonos hasta la cabeza mientras contamos mentiras debajo de la sábana. Que nunca recrearemos el calor del verano rozándonos sin piedad.

Todo debió quedar en un tonto beso adolescente interpretado por viejas almas errantes.

Cuando "el sexo se disfraza de amor y el amor se disfraza de sexo". Ahí empezó... y acabó todo. Acabé yo. Acabaste tú. Sólo nos volvimos a rehacer por pura curiosidad y para mal de mi ennegrecido cerebro, que se volvió a confundir con tanta mentira intencionada.

Lo que quiero, en realidad, es un imposible que pasa por mirarte como algo distinto. Intocable. Imperturbable. Impenetrable. Quiero ser difícil y hacer que sudes y escupas… rabia por mí.

miércoles, 10 de junio de 2009

Malamente mala

Hoy caminé con la energía de una niña enrabietada. Busqué nuevos caminos e inventé nuevas fórmulas para tratar de llegar a ti y que pareciese todo una casualidad.

Al final me encontré sola, paseando sin rumbo, y empezó a llover, pero ni la lluvia podía eliminar mis marcas. Las marcas que te empeñaste en hacer aparecer en mi piel. Marcas sin retorno. Mordiscos profundos que jamás volverán a recobrar la piel que engulliste aquellas noches.

Al final no llegué a ti, pese a caminar minutos infinitos bajo la lluvia. Aunque notaba tu presencia continua espiando mis movimientos. Sabía que estarías en tu guarida. Resguardado de la mala actitud del mar y de las nubes. Esperando un sexo a domicilio de da igual qué nínfula encaprichada contigo.

Finalmente me detuve. Sin saber cómo había llegado al punto de no retorno. Y allí decidí quedarme. Pasando de seguir buscándote entre soportales. No me confundí de camino. Sólo creo que mis pies me guiaron todo lo lejos que pudieron de ti. Porque ellos, inteligentes y manteniendo la frialdad, son conocedores de los miles de pasos que di hacia ti, y de la nulidad de los tuyos hacia mí.

Divergente. Distópico. Se acabó creerte mi Dios.

jueves, 21 de mayo de 2009

Jadeante solitaria

Con el despertar sexual, mi mente se nubló. Quizás antes que ninguna otra, pensaba en rozarme con alguno de aquellos nínfulos que sobrevolaban mi imaginación. Aún así, siempre fui cauta. Siempre esperando impaciente desde mi gruta, el momento perfecto. La víctima perfecta. La situación perfecta. Y aunque hubo mucho alcohol, las ganas rebosaban las partículas de oxígeno que envolvían nuestros cuerpos en una nube de desenfreno y excitación.

Creo que tuve varios despertares, varios momentos en mi vida en los que me daba cuenta por parpadeantes instantes, que el sexo existía, estaba ahí y yo era un claro objeto de él. Todos somos objetos del sexo. Todos.

Qué desangelada se queda la escena cuando no hay tensión sexual. Cuando no hay conflicto sexual, cuando no hay una tensión sexual no resuelta. Así empiezan los problemas. Cuando le miras y sólo quieres volver a mirarle teniéndolo todo para ti. Única y exclusivamente para ti. Porque el sexo es en sí, muy egoísta.

Su piel: para mí

Sus manos: para mí

Sus ojos: clavados en mí

Todo: para mí


Todo.


Me doy cuenta ahora de lo que cambió la concepción que tenía de mis esporádicos encuentros sexuales con aquel o con aquel otro. De necesitar amar para poder tocar, aunque con mucho miedo, a morder y gemir en compañía de un nuevo amante del que sólo sabía su nombre y sus ganas de mí.

Pero no es tan sencillo, y menos si eres una nínfula. Todo, siempre, acaba significando algo. Y quieres saber más, conocerle más. Te dejas poseer, todo a cambio de un par de palabras, de un par de mensajes escritos en una servilleta para tratar de tenerte ahí, de no tener que prescindir de ti, porque saben que tú, no serás capaz de decir que no. Te dejas utilizar y te escudas en la supuesta posibilidad de que te quiera, ese mínimo necesario para que, casi sin darse cuenta, le apetezca dormir pecho contra espalda y sin sábanas de por medio.

Todo es demasiado extraño ahora. Y lo era mucho más antes.

Ayer, con cada ínfimo acto de posesión, como un roce de manos, me iba olvidando un poco más de ti. Hasta que decidí despedirme de ti definitivamente, desnudándole a él. Todo fue excesivamente fácil. Ahora se acaba de marchar. Después de haberme besado hasta la saciedad. Después de haberme roto por dentro contigo y de haberme reconstruido de nuevo en él. Sin tan siquiera haberse dado cuenta, consiguió lo que no fui capaz de hacer yo sola. Poner un nuevo punto y aparte.

martes, 12 de mayo de 2009

Vapuleada. Por incursiones en otra habitación.

Yo siempre me había prometido que sería fiel a la desvinculación. Fui tonta al tratar de hacerme la fuerte omitiendo mi tendencia a la obsesión.

Hoy volví a enterrarle. Volví a enterrar al "fantasma de la transición". Le echo de menos mientras escribo. Y le echaré de menos siempre porque nunca, nunca jamás fuimos, por más que nos empeñamos en juntar nuestros cuerpos desnudos. Por más que inventábamos caricias que nadie había practicado jamás.

Nunca fuimos porque no quisimos. Todo era demasiado fácil si a nuestro alrededor se movían más amantes. Hubo amor. Demasiado. Pero siempre a destiempo. Hubo mucho dolor. Demasiado.

Y ahora hay un final colgado del marco de la puerta. Esperando a ser aplastado definitivamente con el paso del tiempo y el peso de los portazos. Ahora, tengo la piel en carne viva. Toda ella. Me he dejado la piel con tanto juego. Ahora el dolor, agudo, punzante, consecutivo, intenso, imparable... mantiene mi mente despejada. Pero a la vez, inservible. Con un trasiego de pensamientos caóticos y frenéticos que me acercan de manera peligrosa a la locura.

Le he quitado la piel a mordiscos. A él. Palabra a palabra, la parte subcutánea quedaba al descubierto. No me regodeé en mi actividad ni por un segundo... cómo iba a hacerlo, si yo me estaba arañando hasta que la piel se quedaba incrustada entre mis uñas. Ahora, los dos nos desangramos lentamente.

Esto no es fácil. Lo odio. Odio decir que no siento cuando sí lo hago. Sí. Sí siento. Siento que te echaré de menos para el resto de mis días. Pero, llamaron un día a la puerta y me cegaron. Con la mirada eclipsada, me di cuenta de que seguías siendo un fantasma pretérito. Y que alargar tu larga agonía era egoísta. Las nínfulas siempre lo queremos todo. Pero yo me decidí por no retardar el "The End" de esta historia ya escrita hace tiempo.

martes, 5 de mayo de 2009

Posesión incendiaria

Cuando le dejé en tal cruel situación, sólo conservaba sus ojos humanos.

Le había conocido esa noche y, realmente, la conexión animal fue instantánea. Una sola mirada bastó para saber que no tendría necesidad de nadie que me arropase esa noche, pues mi manta sería su piel.

Para variar, la camaradería de los de nuestra especie le delató de inmediato. Entre nuestra fauna, aunque no desechemos al resto de los seres, la endogamia provoca los mayores placeres. Y sus labios, acercándose continuamente a mi cara tratando de emitir algo más que simples palabras, buscaban esa complicidad que yo no dejaba de transmitirle con los ojos.

Lo que menos importancia tenía en ese momento eran las palabras. Aunque la palabrería era lo que ocupaba, en mayor parte, la escena del ritual iniciático.

Un ritual que los dos conocíamos a la perfección. Un ritual con un objetivo claro. Pero había que seguir el juego. De eso se trata. De no olvidar ni por un segundo que hay ciertas fases que cumplir, momentos por los que pasar. Inseguridades y firmezas que desmoronar.

Un altibajo de coincidencias, de risas nerviosas y de curiosos e involuntarios rozamientos.

Cuando su piel tocaba la mía, aunque sólo fuera por un segundo, la chispa adecuada se encendía y me animaba a seguir con el peligroso juego de quien juega con fuego. Un fuego que impregnó nuestras manos y nuestra entrepierna. Un fuego que acabó quemando una casa entera. Un fuego que se apagó con la mañana. Cuando cruzó la puerta de mi habitación despidiéndose con un "Ei nena, ti es miña"

martes, 21 de abril de 2009

Empaladora profesional

Atravieso, cruzo, paso, rompo, quiebro, arraso... no quiero tener nada que ver con ese humo que sale de aquel destrozo, pero me temo que está formando mi nombre con su blanca-grisácea textura. Delatándome. Delatando mi carácter. Delatando que ese amasijo de piel y esa maraña de ojeras que he destrozado es la propia nínfula. Soy yo.

Odio la palabra "fuerte". Suena mucho mejor, sin duda, "putrefacto". Pero mi carácter tampoco es así. Sin embargo, prefiero denominarlo putrefacto antes que fuerte. Cuánta maldad y cuánta mentira hay detrás de la supuesta fuerza. Y el claro ejemplo de esta mentira, soy yo.

De momento, dejo tontamente que traces mi rostro, mi cuerpo, con una pluma. Pero sin ignorar el hecho de que seguimos rodeados de paredes que fueron, y son, testigos de los gemidos de tus amantes. De los celos que guardo entre esas mantas húmedas. Teniendo la certeza de que volveré a caer una y otra vez. Porque no entiendo de fuerza de voluntad ni aún siendo consciente de su necesidad para mitigar el dolor.

Creo que voy a optar por seguir jugando. A ver quién desabrocha antes los botones de la ropa del otro...

Algún día me quebraré. Lo sé. Ya pasó más veces. Pero las ganas me pueden. Y sigo sin saber dónde está el límite entre el deseo y el sufrimiento. Quizás, seguramente, prefiera sufrir y cumplir mis caprichosos deseos que dejar de sentir punzadas en la boca del estómago y quedarme sin un bocado de ti.

No me atrevo a llamarlo vicio. Sí obsesión. No necesidad. Sí dependencia. ¿Estoy atravesando otra etapa de mono? ¿Acaso es que Lo no puede desengancharse de sus libidinosas drogas? No. Porque siguen siendo suyas. Pese a quien le pese. Aunque a ella misma le pese.

Así que hincaré sentimientos, rabias y remordimientos en una estaca lo suficientemente alta como para no alcanzarla en mucho tiempo. Y dejaré volar escupitajos, libertinajes y experiencias. Creo que me empalaré. Y volveré a dejar que juegues conmigo a tu antojo.

martes, 14 de abril de 2009

Inútiles mordiscos

Rasgando vestiduras, tragando aire seco, oliendo a quemado y avivando las llamas que rodeaban la cama. No hay más placer que el calor, el sudor y los gritos secos provocadas por tus dentelladas.

Pero no te acordaste. No quisiste recordar.

No era dulce. Yo no soy dulce. Era mentira. Pero tú no mientes. Cuando quieres ganar, ganas. Me ganas. Ladeas la cabeza y me llamas. Suave, en bajo. Casi sin quererlo.

Yo no puedo mentir. No puedo esconder las marcas en mi piel. Los mordiscos que todavía hoy me dejan una marca tan profunda que duele cuando otros labios y otra saliva rozan la herida.

Saliva. Saliva. Mucha saliva. ¿Recuerdas? Saliva. En eso sí que me buscabas. En grandes cantidades de saliva. En ingentes experimentos que me daban alas, que me hacían pensar que yo podía intentarlo, que debía, que te lo debía. Pero luego solo había efímeros abrazos que en realidad sólo buscaban un triste calor. Una búsqueda provocada únicamente por el frío.

Hay restos de quienes no son tú, que siguen palpando mi piel, milímetro a milímetro, buscando un recoveco en el que guarecerse de una antigua visita nocturna. Tratan de volver a encontrar aquello por lo que llamaron a mi puerta. Y yo la cierro, con llave, con fuerza y sin pensarlo. Porque la irracionalidad me impulsa a ti. A vagar sola de un lado a otro, cerrando la puerta a amantes intempestivos, solo siguiendo el aroma de tabaco y humedad que dejas tras de ti. Esa extraña y atractiva mezcla que me hace querer oler y mordisquear tus manos con una salvaje fuerza interna que soy incapaz de aplacar.

Y esto me pasa por no seguir los consejos de mamá.

martes, 7 de abril de 2009

Mentir a un mentiroso

No nos engañemos. Para eso, están los demás. El ambiente que respiramos al despertar, es el mismo que al irnos a la cama: un aire rancio, pestilente. Huele a mentira y a ocultación. Huele a engaño y a aceptación del engaño.

Y lo peor de todo: apesta a autoconvencimiento ¿sino, cómo vamos a conciliar el sueño?

Hoy me desperté con ganas de verte. Otra vez, como siempre, cada mañana. Soy consciente de que tus amantes ocupan ese escaso tiempo que no te dedicas a ti y a tu buhardilla. También sé que no me porté bien la otra noche, cuando por fin te vi, te desnudé y te besé.

Las expectativas frenaron mi poder. Aplacaron la fuerza. Derritieron mi cuerpo por ti. Eso es lo que causas en mí. Temblores de voz, de piernas. Y ganas de gritar con fuerza que, en realidad, solo te quiero para mí. Asquerosa egoísta. Sólo para mí.

Me revuelvo dormida, me revuelvo despierta. Y mis tripas no soportan la angustia de saber que hay más, y siempre habrá más compañía que la de mis diez dedos sobre tu cuerpo.

Me quisiste compartir. Y yo, aún deseando ser objeto de deseo de otra nínfula como yo, no podía dejar de pensar en que no puedo dejarte para alguien más.

Hasta aquí se acabó mi periplo por tu cuerpo. No quiero que sigas pensando que no soy inválida. Pequeña. Demasiado débil como para poder tenerte entero. No quiero que sigas pensando que me tienes. Que me posees, que me dominas. Que yo no soy.

Soy. Tonta, crápula, demasiado vieja para mi corta edad. Demasiado ilusa como para incluso creérmelo, demasiado directa hasta para ti. Pero también consciente de que sin ti, la música seguirá sonando en ese bar. Y las cervezas podrán seguir el curso de mis intestinos que tratarán de no removerse tanto.

Porque para eso está el autoconvencimiento, ¿no?

No me sorprenden tus ausencias provocadas. Me duelen.

miércoles, 1 de abril de 2009

Placebos para la supervivencia

Rogué a mi Dios, tan piadoso siempre él, tener un sitio, un lugar donde poder caerme muerta. Porque las nínfulas no descansan nunca. Están sentenciadas a caerse. Sólo caen. Porque se dejan caer.

La supeditación al amor es un error que acucian durante toda su vida. Aunque sea un amor un tanto falso. Yo no amo a Humbert. Él me tiene. Me posee. Yo, simplemente, me he acostumbrado obsesivamente a tenerle cerca.

La dominación de las nínfulas sobre sus amos, una mera mentira tras la que escondemos el terror a la soledad, y la rabia del encierro, derivan en un síndrome de Estocolmo que nos encanta. Que nos enciende. Que nos posee y no nos abandona. Y no quiero abandonar a HH. ¿Para qué? Si nada más me queda ya.

Por ello dejo que me engañe, que me encierre, que me odie un poco más cada día que pasa porque envejezco. Porque dejo de ser un poco más, su Lolita.

Porque pierdo firmeza en mis muslos.
Porque aumenta mi infante pecho.
Porque pierde suavidad mi piel.
Porque se marcan mucho más mis ojeras.
Porque mis mejillas sonrosadas tornan en palidez.

Porque cada día, estoy un poco más usada. Soy menos inocente. Miro menos al suelo. Fijo más la mirada en sus ojos que prefieren descansar para dejar funcionar el mecanismo de sus manos sobre mi cuerpo.

Y yo me dejo. Porque me gusta. Porque soy cada vez más Lulú. Cuando estoy contigo Humbert. Sólo cuando estoy contigo. Sólo cuando me dejas acceder a ti. Tú me has creado. Me has quitado la libertad y me has regalado el libertinaje.

martes, 17 de marzo de 2009

"Por tus ganas y por tu cuerpo"

Siempre dije que si al final acababa suicidándome lo haría desnuda. Libre. Pura. Para que mi piel, la más superficial y la menos, pudiese sentirse completamente en contacto con el frío aire del invierno, más crudo, más gélido, más blanco. Un último hálito de completa libertad.

Así, desnuda. El desnudo. Algo tan atractivo pero que tanto temor, incluso pánico, produce.

¿Cuántas veces te has observado desnudo ante el espejo?

¿Ves? Pánico. Eso sí que es pánico.

Pánico de que tus amantes te vean tan horrible como tú te ves. Pero, por suerte o por desgracia, ellos no son tan escrupulosos. Y te tocan sin temor. Con cara de placer, ansia, éxtasis y lujuria. Todo rodeado por lujuria. Siempre rodeada de lujuria.

Te hacen sentir hermosa y los mejores, incluso importante. Sus manos dicen mucho y mienten más. Consiguen franquear la delgada línea que separa el deseo de la necesidad. De la costumbre. Del sentimiento.

Estoy enferma. Soy una paciente que acucia comportamientos obsesivos. Comportamientos obsesivos. Todo mi mundo se mueve entre obsesiones. De una a otra. Sorteando la racionalidad, lo seguro y lo conveniente.

Me imbuyo de obsesiones como si de líquido amniótico se tratase. Me quedo dentro, tranquila, entre extremos. Entre extremos de mentiras que genero y mi mente cree.

Redirecciono mi pensamiento e incluso mis sueños hacia ti; mi nueva obsesion. Y engaño a mi cuerpo a quien aviso de que sólo contigo será completo.

Estoy enferma y reduzco mi mundo a mi antojo. A ti. Y sigo quedándome tranquila. Pasándolo relativamente y continuamente mal. Y con mucho celo te vigilo. Y me acuerdo compulsivamente de ti. Aún sin conocerte. Me empeño en deducirte. Y en hacerte perfecto. En moldearte de una manera más que impensable. Así. Egoísta.

Pero también te culpo a ti. Tú conseguiste hacerme importante cuando, siendo amantes, posabas tus dedos en mi boca esperando que la cálida saliva te envolviese de mí. No susurraste en ningún momento. Pero me abrazaste con demasiada fuerza. Atándome a ti para siempre. Maldito. Maldito.

Los dos necesitábamos algo así. Pero ahora solo yo tengo necesidad de ti. Escurridizo ser. Extraño escapista. Volátil animal.

Sigo enferma. Consciente pero enferma. Sigo pensando que me gusta sufrir por ti.

Y aquí, acurrucada en mi bañera, la sangre no me parece tan mal. Aunque sea menos dulce y más densa que la de tus labios.

lunes, 9 de marzo de 2009

Cómo mentir sin ser descubierta

Estoy convencida de que finalmente no podré engañar a nadie. De hecho, no quiero. Sólo necesitaba un lugar donde sentirme lo suficientemente yo como para no asustar a nadie. Ser libre, exageradamente libre: terriblemente yo.

Ahora que te ha dado por ignorarme, me entran más ganas de verte. El hecho de que hayas hecho despertar en mí ese animal sólo con tus palabras, me da miedo. Es excesivo. Casi intolerable para las vibraciones que produces en mi entrepierna con sólo un toque de tus palabras manuscritas.

¿Qué buscabas con ello? ¿Qué querías de mí? ¿Por qué ahora ya no?

Volverás loca a esta Lolita que hace tiempo dejó de pensar en HH y que sólo era capaz de pensar por y para ti. Porque siempre que se enamora, se obsesiona. Sí. Me obsesiono. Siempre. Quizás es lo poco que queda de mi pasado inocente y púdico: mi obsesión. Esa capacidad innata de no querer despejar mi mente de ti. De no querer, ni tan siquiera, verte a través de una venda. No. Te quiero al cien por cien. Te quiero pensar, te quiero hablar, te quiero ver, te quiero tener. Y tú ahora, me ignoras.

Qué poco poder. Oh sí. Con qué poco poder contaba esta Lolita que ahora escribe, que por un momento llegó a pensar que besar el cielo contigo no era tan utópico.

Cuando mordías mis dedos mientras hablábamos del halo de extrañeza que te rodea, me sentí intensa. Feliz. Con un desconocido que yacía en una cama húmeda y solitaria.

Quizás lo que eche de menos sea tu cueva. Ese lugar donde pase lo que pase, el mar y la lluvia y la rabia y el sexo siempre están presentes. Donde Lolita despliega sus alas, comienza a volar, arquea la espalda en ángulos imposibles y se dejar querer y lamer por su Humbert.

No eres tan mayor. O quizás yo, no sea ya tan pequeña.

Algún día volveré a verte. Me sonrojaré pensando en esas palabras tan elegantes, tan profundas e intensas... te miraré a los ojos tratando de buscar algún gesto familiar. Como no lo conseguiré, me iré con mis mejillas encendidas a buscar otra copa, en algún otro bar, lejos de aquel en el que te vigilaba y lejos también de aquel en el que te conocí. Lejos, en fin, de mi pasado más reciente.

Trataré de escapar en vano de ése que algún día fue un mentor mentiroso. Una deliciosa mentira. Una estafa momentánea que dio el alto a una nueva yo. Peligrosa deslenguada que practica incesantemente para no decepcionarte si es que algún día encuentras esa venda con la que tapar mis ojos; para que estos no puedan ver todo aquello que quieres hacer. Todo aquello que quieres experimentar. Conmigo. Tu Lolita. Tu Lulú.