viernes, 24 de julio de 2009

Morfinómana

Decidí disfrazarme de Lulú, llevando a cuestas mi cara de niña buena y mis malas intenciones. Acabé consiguiendo lo que quería, volver a refugiarme en ti mientras te engañaba teniendo en mente a Humbert.

El maldito viejo degenerado es capaz de convertirme en una masa viva de obsesiones imposibles. Para nublarme la vista y el resto de los sentidos, me dijo susurrante al oído mientras sostenía una copa helada entre sus manos: "casi los puedo oler". Mis pechos temblaron. Yo, me ruboricé.

De espaldas, con un cigarrillo en la mano y asomado a la ventana, me dijiste que cada vez más notas la importancia del tiempo, pesando sobre tu espalda, segundo tras segundo. Goteando incesante en tu piel descubierta. Yo te respondí, todavía húmeda entre las sábanas de esa maldita cama, que fumabas demasiado para tu pequeño cuerpo. Mientras, abría otra cápsula de poderosa droga que consiguiese aplacar la angustia. Sólo unos minutos más tarde, tuve que abrir otra para evitar que ésta se escapase. Empecé a pensar que echaría de menos la angustia, porque eso es lo único que me queda de él.

Necesito que Humbert no me deje dormir; necesito que Humbert trastoque mi suerte; quiero que Humbert descalabre mi vida y me haga retorcerme de dolor. Tal y como me retorcí cuando me enseñaba a tocarle y a tocarme. Tal y como serpenteé por su habitación, por su cama y por su cuerpo cuando desapareció la vergüenza.

Aquella noche volví a ser ella. Me vestí de alter ego. Me pinté torpemente los ojos de negro, como una niña que trata de aparentar más edad. Lulú volvía a mí buscando alguna guerra en la que combatir, alguna batalla que perder y un Humbert al que conquistar con sus enclenques piernas y sus retorcidas manos. La princesa del desaliño volvió a pisar las calles y cuando retornó al hogar acompañada ya por los rayos del sol, tenía bajo su brazo una victoria: la de los ilusos.

Al día siguiente el efecto analgésico de la morfina era sólo un recuerdo. El alcohol había ayudado a que Humbert apareciese vívamente, apasionado y enfermo buscando desesperadamente una nínfula perdida en un vaso de cristal, con un par de hielos y mucho güisqui. También había conseguido que ella, yo, de nuevo, cayese derrotadamente sobre sus brazos, sin ninguna resistencia.

Aunque al final nadie me acompañó a casa, nadie me desnudó, nadie acarició mi espalda desde la nuca a la cintura hasta quedarme dormida, ni nadie veló mis sueños, supe que esas miradas y un estúpido choque de copas habían sido suficientes para provocar que un ligero hilo de baba cayese lentamente por mi boca y hasta mi pecho.

Salivaba pensando en las incesantes noches que Humbert y yo dormíamos sólo por el placer de despertarse sabiendo que el sexo sería la acción consecuente tras abrir los ojos.

Por eso te sigo diciendo que fumas demasiado para tu pequeño cuerpo.

sábado, 4 de julio de 2009

Me vendí barata

Qué perverso eres haciéndome recordar cómo mordisqueabas sin piedad mis dedos, antes de hablar con dulzura mientras manteníamos la mirada fija en las manchas de humedad de tu techo.

Qué inútil tratar de esconder los temblores ocultos.

Te asemejas demasiado a mí, cuando dices que aguantaremos aunque los dos seamos diferentes. Que ahora cuando te vea no podremos acabar desnudos tapándonos hasta la cabeza mientras contamos mentiras debajo de la sábana. Que nunca recrearemos el calor del verano rozándonos sin piedad.

Todo debió quedar en un tonto beso adolescente interpretado por viejas almas errantes.

Cuando "el sexo se disfraza de amor y el amor se disfraza de sexo". Ahí empezó... y acabó todo. Acabé yo. Acabaste tú. Sólo nos volvimos a rehacer por pura curiosidad y para mal de mi ennegrecido cerebro, que se volvió a confundir con tanta mentira intencionada.

Lo que quiero, en realidad, es un imposible que pasa por mirarte como algo distinto. Intocable. Imperturbable. Impenetrable. Quiero ser difícil y hacer que sudes y escupas… rabia por mí.