jueves, 21 de mayo de 2009

Jadeante solitaria

Con el despertar sexual, mi mente se nubló. Quizás antes que ninguna otra, pensaba en rozarme con alguno de aquellos nínfulos que sobrevolaban mi imaginación. Aún así, siempre fui cauta. Siempre esperando impaciente desde mi gruta, el momento perfecto. La víctima perfecta. La situación perfecta. Y aunque hubo mucho alcohol, las ganas rebosaban las partículas de oxígeno que envolvían nuestros cuerpos en una nube de desenfreno y excitación.

Creo que tuve varios despertares, varios momentos en mi vida en los que me daba cuenta por parpadeantes instantes, que el sexo existía, estaba ahí y yo era un claro objeto de él. Todos somos objetos del sexo. Todos.

Qué desangelada se queda la escena cuando no hay tensión sexual. Cuando no hay conflicto sexual, cuando no hay una tensión sexual no resuelta. Así empiezan los problemas. Cuando le miras y sólo quieres volver a mirarle teniéndolo todo para ti. Única y exclusivamente para ti. Porque el sexo es en sí, muy egoísta.

Su piel: para mí

Sus manos: para mí

Sus ojos: clavados en mí

Todo: para mí


Todo.


Me doy cuenta ahora de lo que cambió la concepción que tenía de mis esporádicos encuentros sexuales con aquel o con aquel otro. De necesitar amar para poder tocar, aunque con mucho miedo, a morder y gemir en compañía de un nuevo amante del que sólo sabía su nombre y sus ganas de mí.

Pero no es tan sencillo, y menos si eres una nínfula. Todo, siempre, acaba significando algo. Y quieres saber más, conocerle más. Te dejas poseer, todo a cambio de un par de palabras, de un par de mensajes escritos en una servilleta para tratar de tenerte ahí, de no tener que prescindir de ti, porque saben que tú, no serás capaz de decir que no. Te dejas utilizar y te escudas en la supuesta posibilidad de que te quiera, ese mínimo necesario para que, casi sin darse cuenta, le apetezca dormir pecho contra espalda y sin sábanas de por medio.

Todo es demasiado extraño ahora. Y lo era mucho más antes.

Ayer, con cada ínfimo acto de posesión, como un roce de manos, me iba olvidando un poco más de ti. Hasta que decidí despedirme de ti definitivamente, desnudándole a él. Todo fue excesivamente fácil. Ahora se acaba de marchar. Después de haberme besado hasta la saciedad. Después de haberme roto por dentro contigo y de haberme reconstruido de nuevo en él. Sin tan siquiera haberse dado cuenta, consiguió lo que no fui capaz de hacer yo sola. Poner un nuevo punto y aparte.

martes, 12 de mayo de 2009

Vapuleada. Por incursiones en otra habitación.

Yo siempre me había prometido que sería fiel a la desvinculación. Fui tonta al tratar de hacerme la fuerte omitiendo mi tendencia a la obsesión.

Hoy volví a enterrarle. Volví a enterrar al "fantasma de la transición". Le echo de menos mientras escribo. Y le echaré de menos siempre porque nunca, nunca jamás fuimos, por más que nos empeñamos en juntar nuestros cuerpos desnudos. Por más que inventábamos caricias que nadie había practicado jamás.

Nunca fuimos porque no quisimos. Todo era demasiado fácil si a nuestro alrededor se movían más amantes. Hubo amor. Demasiado. Pero siempre a destiempo. Hubo mucho dolor. Demasiado.

Y ahora hay un final colgado del marco de la puerta. Esperando a ser aplastado definitivamente con el paso del tiempo y el peso de los portazos. Ahora, tengo la piel en carne viva. Toda ella. Me he dejado la piel con tanto juego. Ahora el dolor, agudo, punzante, consecutivo, intenso, imparable... mantiene mi mente despejada. Pero a la vez, inservible. Con un trasiego de pensamientos caóticos y frenéticos que me acercan de manera peligrosa a la locura.

Le he quitado la piel a mordiscos. A él. Palabra a palabra, la parte subcutánea quedaba al descubierto. No me regodeé en mi actividad ni por un segundo... cómo iba a hacerlo, si yo me estaba arañando hasta que la piel se quedaba incrustada entre mis uñas. Ahora, los dos nos desangramos lentamente.

Esto no es fácil. Lo odio. Odio decir que no siento cuando sí lo hago. Sí. Sí siento. Siento que te echaré de menos para el resto de mis días. Pero, llamaron un día a la puerta y me cegaron. Con la mirada eclipsada, me di cuenta de que seguías siendo un fantasma pretérito. Y que alargar tu larga agonía era egoísta. Las nínfulas siempre lo queremos todo. Pero yo me decidí por no retardar el "The End" de esta historia ya escrita hace tiempo.

martes, 5 de mayo de 2009

Posesión incendiaria

Cuando le dejé en tal cruel situación, sólo conservaba sus ojos humanos.

Le había conocido esa noche y, realmente, la conexión animal fue instantánea. Una sola mirada bastó para saber que no tendría necesidad de nadie que me arropase esa noche, pues mi manta sería su piel.

Para variar, la camaradería de los de nuestra especie le delató de inmediato. Entre nuestra fauna, aunque no desechemos al resto de los seres, la endogamia provoca los mayores placeres. Y sus labios, acercándose continuamente a mi cara tratando de emitir algo más que simples palabras, buscaban esa complicidad que yo no dejaba de transmitirle con los ojos.

Lo que menos importancia tenía en ese momento eran las palabras. Aunque la palabrería era lo que ocupaba, en mayor parte, la escena del ritual iniciático.

Un ritual que los dos conocíamos a la perfección. Un ritual con un objetivo claro. Pero había que seguir el juego. De eso se trata. De no olvidar ni por un segundo que hay ciertas fases que cumplir, momentos por los que pasar. Inseguridades y firmezas que desmoronar.

Un altibajo de coincidencias, de risas nerviosas y de curiosos e involuntarios rozamientos.

Cuando su piel tocaba la mía, aunque sólo fuera por un segundo, la chispa adecuada se encendía y me animaba a seguir con el peligroso juego de quien juega con fuego. Un fuego que impregnó nuestras manos y nuestra entrepierna. Un fuego que acabó quemando una casa entera. Un fuego que se apagó con la mañana. Cuando cruzó la puerta de mi habitación despidiéndose con un "Ei nena, ti es miña"