domingo, 14 de abril de 2013

Mentirosa

Llevo mintiendo tanto tiempo que cuesta saber cuándo vivo en el plano real de las cosas, en ese en el que entro prácticamente solo cuando estoy en la cama, a punto de dormir y hago balance y me doy cuenta de quien habla por mí fuera de las sábanas no existe en la realidad. He construido una especie de mito que yo misma he acabado creyendo, víctima de mi propia trampa. Porque es más fácil así. Creyendo que sabes todo, que lo tienes todo en tu mano, bajo tu control.

Con mentiras he fundado una vida. Mentiras que no hacen daño a nadie, solo a mí. Mentiras que empiezan por "estoy bien" y acaban por "me gusta esta situación". Y nada es cierto y nada lo fue. No fue real Humbert, ni su buhardilla, aunque sí lo fueron sus esclavas, entre las que me encontraba yo fundida en un nido de falsa comodidad aparente. "Todo está bien así; no duele". Mentiras son todos y cada uno de esos que me rodean y a los que les digo: "No pasa nada, todo va a estar bien. Para lo que quieras me tienes aquí".

Y ahora me he ganado el peso de las preocupaciones de los demás, el peso de las heridas, atacadas, mordidas, infectadas por Humbert. Tengo el veneno de todas y cada una de ellas en mi sangre, generando en mí pulsiones, como electroshocks emocionales que me hacen explotar de vez en cuando. Pero siempre sola. Siempre en mi cama. No lloro. Quizás debería. La reacción siempre es la misma: catatonia. Y espero que se me pase el estado de ensimismamiento de manera milagrosa. Pero quién coño espera un milagro que depende solo de una mente enferma, gangrenada de desamor por la vida.

Me duele entrar en ella. Está llena de inseguridad, mierda, vómitos regurgitados que siempre vuelven a mi boca invadiéndola de desolación y asco por todo, rabia, pena... Está repleta de esas malas sensaciones que por fuera nunca muestro. Es por ello que no quiero que nadie me conozca realmente, es por ello que me esfuerzo más en marcar un límite de acercamiento, una muralla de espinas puntiagudas alrededor de mi castillo de vanidades. Tristezas, en realidad.

El pasado me tiene atada. Y no sé cómo desenredar todos los nudos que me atan irremediablemente a un estado de coma inducido cuando soy real. Cuando soy yo. Cuando dejo las risas y el alcohol.

Y todo es mentira. La gran mentira de la nínfula.

sábado, 11 de agosto de 2012

Destripada

Resumir esta larga ausencia sería un ejercicio de memoria que tiraría por la borda largos períodos de terapia de olvido. Nada malo ha pasado. Nada bueno ha pasado. Todo ha seguido igual, con las irregularidades de quien se aburre y busca en noches dispares un momento inútil, fuera de la rutina de quien vive por y para respirar. Y nada más.

Aquí dentro solo noto aire. Grandes bocanadas que aspiro con desgana. Fuertes suspiros que exhalo con ansiedad. Me he convertido en alguien capaz de vivir sin entrañas, sin un sistema de supervivencia emocional que me mantenga en el círculo de los 'con vida'. Vago más que nunca, sin directrices, ni anhelos, sin un ápice de emoción. Me he convertido en lo que quería: no sufro.

Y estoy vacía, destripada.

Rechazar la maquinaria maldita de la oscuridad, centrarme en vivir el día como un Humano cualquiera en busca de sustento ha provocado en mí un estado de coma, una anestesia animal en un pequeño cuerpo frágil que no admite alimento ni un hálito de felicidad. He negado, olvidado, escupido, estrangulado aquello que tanto dolía. Para convertirme en nada.

A veces pienso en la azotea, en las escaleras, paredes desconchadas, en la sensación continua de insegurar, en caminar sobre la cuerda floja y vivir un vértigo que parecía eterno en la boca del estómago. Era reconfortante sentirse malvada. Era satisfactorio sentirse mal. Era sano vivir sufriendo. Pero todo lo pasado era el infierno. Supongo que me he convertido en otro ser anulado por las circunstancias. Parece que me desvanezco por momentos, durmiendo más horas al día, permaneciendo consciente lo mínimo e imprescindible. Para evitar pensar. Para negarme todavía más a decir en voz alta que soy un depredador falto de colmillos. Y que la fuerza la he dejado en el camino. Y que no tengo energía. Toda te la quedaste tú. Y toda se la quedó el olvido.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Esquizofrenia

Pienso que hay mucho que guardar en ese sótano tenebroso, líquido y vomitivo que llamo "recuerdo". Hoy añado un capítulo más en el que parece ser un pantano profundo y falto de vida. Lleno de vida sólo cuando quiero, cuando me apetece que estés conmigo, que me maltrates sexualmente y que lleguemos a puntos tan súmamente inalcanzables en nuestra entrepierna.

Pero después de ahí, todo se mueve en torno a un término desesperadamente perdido: el vicio. Un vicio unilateral; que solamente sientes tú. Cuando yo no quiero compartir experiencias y tú me obligas a que lo haga. A que te enseñe con otra como yo. Con una mía. Cuando por fin me hago con mi círculo y cierro con velas el encuentro con ella, cuando nos frotamos hasta gritar de placer por encima de las sábanas y a plena luz del sol que irradia sobre su espalda y mis piernas entrelazadas a las suyas... eso es mío, joder. Mío y de ella. NO tuyo.

Por eso vuelvo a echar las tripas llenándolo todo de hedor y sufrimiento. De ácido sulfúrico y pena. De quemazón y ardor. De pasión y vibración. De...

Vuelve.

Pero deja de joderme.

Hoy no es luna llena. No me culpo. A ti siempre; te mereces que te culpe siempre. Pero vuelve. Por mí. Sino vuelve a enterrarte. Prometo no decir dónde está tu usada lápida.

lunes, 29 de noviembre de 2010

Y por delante. Y por detrás.

“Mírate al espejo, Lo”

Y me encontré desvistiéndome como tantas otras veces había hecho. Exactamente de la misma manera. Caí en la cuenta de que estaba repitiendo un ritual. Trataba de hacerlo lento, de parecer interesante llevando la tarea al terreno del acto casi involuntario. Volteando los ojos como si ni tan siquiera supiera que estaba descubriendo mi pecho a otro ser.

Siempre queda bien la supuesta ignorancia en la fotografía mental de alguien que luego la utilizará para sus más bajas perversiones. Siempre queda bien una mentira más en la larga lista de fatalidades de una nínfula.

Todo pasó lento. Vivo. Y lento. Fuerte. Y lento. Salivas y lentitud. Lenguas y sonrisas. Dedos y demasiada piel. Todo estaba tocado y parecía que no nos llegaba a nada. Ya no había más caras que ver ni lados que explorar, no por delante ni por detrás. Había necesidad de más y por eso alargamos el éxtasis tras muchas, excesivas, incontables horas. La confianza exhalaba tus poros y mis manos. Todo estaba hecho mucho antes de que tocaras mi cuello con tus frías falanges y decidieras marcarme de nuevo. Lolita volvía a ser tu animal. Yo volvía a ser tuya. Dolores y su creador.

Pero en cuanto te fuiste, a tu zorra le tocó salir de la cueva a cazar de nuevo. Pura supervivencia. Puro instinto animal.

Es cazar como divertimento, evasión y distracción. Es morir un poco en cada caza. Es reírme con y por el sexo. Es beber y volver a cazar como si en ello fuera mi verdadero interés, para sentirme inútil y engañosamente viva. Es volver a cambiar las sábanas cada noche pensando que algún día esa tarea se evitará más de una semana o incluso un mes. Son las rutinas que no abandono. Porque si lo hago me pierdo. Y no sé qué hacer.

Es llorar con y por la prisión del cuerpo. Parece que éste siempre manda. Que los impulsos me vapulean. Que hay cosas que no cambiarán. Porque no deben cambiar. No habría historia que contar. Ni Lolita que desvestir, ni labios que morder, ni sábanas que empapar. No habría dolor ni felicidad. Habría un vacío imposible de llenar.

Mientras, suplo el vacío con la carne. Vísceras ajenas que morder y desgarrar para revitalizar mi cuerpo con sangre de otros.

Caminando. Vistiendo harapos. Me arrastré por la calle del Amparo, buscando la desembocadura del río de asfalto para llegar al océano de motores. Para cuando conseguí llegar al metro, mi cabeza ya estaba completamente perdida, desorientada y desolada. Había vuelto a quedarme sin alma. Volvía a ser el espectro del sudario que todo lo mata con el simple tocamiento. Cómo echaba de menos volver a la cama con él. Para él.

Una pobre alma esperaba en un portal la llegada del sexo fácil. Y allí estaba yo. Tras unos whiskys destapamos algo más que nuestra lengua en un baño putrefacto de Lavapiés. Como dos esqueletos en fricción acabamos rompiéndonos mutuamente. Él obtuvo todo, todo lo que quiso. Pero yo también. Antes de que exhalase el último suspiro, antes de que su líquido seminal me empapase, una sangrienta matanza dejó mi pecho del rojo escarlata del que me disfrazo cuando Humbert no está.

Añado hoy, con esta línea, otra víctima a la lista. Otra cuchillada de desamor. Otra historia escrita con sangre por culpa de su ausencia. Por culpa de su presencia a cuentagotas. Que me nubla la mente. Y me lleva a la locura, estadio donde ahora resido con mis compañeras de destino: las gotas de sangre que adornan mi cara, mis manos y mi pecho.

Vuelvo a caminar dejando huellas de sangre ajena. Todas llevan al mismo sitio, a la misma habitación donde todo ocurre. A la misma cueva donde él me ve y yo me dejo. Donde él no viene y yo asesino. Donde yo le espero. De manera eterna.

viernes, 5 de noviembre de 2010

Cremalleras

Cientos y miles de cicatrices recubren mi cuerpo. Las abro y las cierro a mi antojo. Las abro y desencadeno el pasado o cierro el posible y difícil presente. Joder. Nunca es a mi antojo. Mi antojo se nutre de un ser infecto. De su sombra. De su aliento. De toda esa mierda putrefacta que queda de él y me envenena el poco espíritu humano que exhalo.

Es frustrante saber que siempre vivirá en mí. Es inaguantable pensar en el futuro que aparece teñido de su color. El negro ceniza, el negro de la muerte. Pero también es el rojo escarlata, el transparente, el sanguinolento y el pasión. Parece que siempre tiene que apoderarse de los tonos que necesito para vivir. Es un ladrón de esencias. Un cleptómano de vidas. Un miserable que me tiene agarrada por el cuello que lame mi rostro produciéndome un estremecimiento.

Tira y afloja. Me estremezco y le quiero. Pataleo y le evito. Omito pensar en él porque si lo hago me rindo. Caigo y me arrodillo. Beso sus pies y le miro desde abajo. Me dejo hacer y hago. Busco cobijo y permito que me quiera una noche. Y quiero que me ame hasta siempre. Duermo en sus brazos y me dejo marcar, de nuevo, a fuego lento.

Lo sé. Cuando tengo ciertos momentos de lucidez vendo la cicatriz. Y trato de cerrar la puerta en sus narices. De levantarme del suelo para escupirle en la cara. De arrancarle la piel a mordiscos y mirarle de frente. De acuchillar su recuerdo y azotar su cara. De quemar su cama y odiarle toda la vida. De despertar de una vez de este juego. De evitar que me tenga para los restos.

Pero finalmente la realidad es una mezcla de lo más putrefacto y lo más idílico e imaginario. Siempre basculo entre un vaivén de sensaciones que me sitúan en un limbo laberíntico del que no sé cómo salir, ni por dónde, ni con quién.

Quiero intentarlo. Quiero hacerlo. Que desharé tu alma en un intento de arreglar mi mente. Pero joder. A la vez, me quiero ir a mi cama contigo entre las piernas, y que ante la imposibilidad, esnifo los restos que quedan desde hace meses. Hago pequeños intentos de agrupar las sábanas en la misma situación en las que tú las dejarías: húmedas, quietas, expectantes. Sucias. Quiero volver a sufrir esa deshidratación sexual que me volvía loca y enajenaba mi cuerpo. Porque en ese estatus de no estar, ni ser, en ese momento de clímax alcanzable, me siento segura. Me siento crecer.

Y cuando me dejas sola e inútil, maldito demonio, asumo mi penitencia por haberte dejado la herida abierta una vez más. Y evito la comida. Y devoro mis labios. Y los dejo sangrar hasta perder el conocimiento.

jueves, 19 de agosto de 2010

Orificios

Es difícil tratar de respirarte. Imposible encontrar el lugar exacto por el que poder obtener un poco de tu oxígeno. No me dejas, me lo impides. Tu mano, rígida, decidida... me lo impide.

La asfixia es decadente. Es final. Es muerte. Y lo atractivo encuentra el punto de inflexión entre la inconsciencia y el placer. Realmente, yo nunca supe poner límites, ni marcarlos ni seguirlos ni asumir sus consecuencias. No sé en qué punto se pierde el placer y se propaga la inconsciencia.

Ahora mismo no soy yo. Busco la manera de serlo y me pierdo en un sinfín de teorías que sólo me llevan a alejarme de quien me quiere cuidar. Parece ser que la soledad busca adeptos y ve en mí su mejor aliada. No puedo seguir así. Y mi botella de whisky barato me impide seguir articulando palabras biensonantes. Sólamente me deja trazar la siguiente: pérdida.

Me perdí de ti, para bien de mi mente. Me perdí de mí, para odisea de mi cuerpo y tormenta de mis neuronas. No quiero ir más allá ni quedarme en lo demasiado terrenal. Y es que lo que le falta a esta Lolita es un poco de tiempo y un demasiado de ganas. No quiero, no quiero. Joder, no puedo. No soy así e intentarlo solo frustra mis ganas de seguir paseando por calles infectas de decrepitud y olor a local cerrado y de suelo manchado de copas de licores infernales. Necesito grados de calor y aromas en pequeños frascos. Necesito esencias de mi pasado. Quiero volver a recordar cómo huelo, cómo camino y cómo soy sin ti. Vete Humbert. Desaparece ya de mi mente.

Quiero tapar cualquier recoveco de mi cuerpo por el que un mínimo de mi yo se pueda exhalar. Necesito infectarme de mí. Necesito recuperarme de cualquiera que me haya tocado. De cualquiera que me haya envenenado.

Joder. Me siento tan extrema en mis necesidades de mí. En mi obligación de soledad. ¿Por qué siempre me hago esto cuando más me requieren? ¿Por qué la inoportunidad se ha convertido en la regla que rige los segundos que este maldito reloj se empeña en marcar con sangre de nínfula?

He vuelto. Y no pretendo abandonarme. Necesito hablaros de aquello que no conozco pero sí siento.

sábado, 3 de abril de 2010

Quebrada

Resucito. Abro los ojos. Y de repente, soy de cristal. Noto que cualquier movimiento brusco puede estropearme.

Humbert, detrás de la puerta entreabierta, como siempre, espía incansable. Y creo que por primera vez es sincero cuando dice que nunca fui una más. Soy su espina más dulce. La más estropeada. Pero por la que siente más debilidad. Y yo, ahora, me considero la más ensangrentada y harapienta. Una Lolita que vaga y se tropieza. Pero que no quiere retornar a él. Aunque siempre estará en él. Muerta. En él.

Le dejo atrás y sigo caminando. Salgo de la habitación. Me cruzo con un espejo. Y mi reflejo es ella, la vibrante Mardou. La alcóholica de venganza y drama.

Sé que la solución para escapar de este laberinto de pasados no es acercarme a esta asesina, a esta exageración de mi "yo" más jodido e infernal. Sino esperar a la cordura. Que también aguarda detrás de las puertas, pero siempre alejada de Humbert. Y de ella.

Por eso rompo el espejo. Le digo adiós, mientras su imagen se quiebra en cien pedazos. Un pedazo por cada día de negritud y presión desbocada en el estómago. Y entonces empiezo a vomitar y a llorar descontrolada, porque nunca me había sentido tan liberada de pesos innecesarios. Y todo lo suelto. Porque quiero vaciarme. No quiero más almas errantes aprisionando mis entrañas.

En el fondo, la cordura siempre estuvo conmigo. Miedosa de salir inerte de la trifulca de personalidades. Pero ahora que es mi aliada, la quebradiza soy yo.

Porque lo que más miedo da, no es perder definitivamente a Mardou, ni a Humbert. Es perderme a mí.

Y perderla a mi nínfula, que ha venido para quedarse; que ha venido para abrazarme cuando no siento ni quiero sentir; que ha venido a por mí y por mí. Y yo no puedo hacer otra cosa que desearla y besarla. Sentirla. Y volver a ser Lolita. La más impura y la más deseosa de caer en los abismos, pero sólo con ella. Con mi chica. Con la chica que me salvó sin darse cuenta.