domingo, 27 de septiembre de 2009

Jodido Humbert

Me aproveché del cliché de la mayoría de edad. Lo desgasté. Me aproveché de tener un pecho elevado, unas piernas largas, un rostro liso y una piel suave. Me aproveché también de mi voz. De mis andares. Siempre semejé menos de lo que marca mi fecha de nacimiento. Así llamé tu atención. Sin saberlo. No sabía que querías este juego. Yo sólo me dejé acariciar. Subí las escaleras de tu mano. Entré en tu mundo. Olía a húmedo. Apestaba a sexo. Y a partir de ahí todo fue muy fácil. Y muy jodido.

Me ganaste ese mismo día. Al final de la noche, cuando la sobriedad por fin volvía a hacer presencia, te diste cuenta de la primera vez que me viste realmente sintiendo deseos de poseerme. Entreabriste los ojos. Me rodeaste de nuevo la cintura con tus brazos. Y antes de dejar descender tus manos por mi entrepierna, susurraste levemente que te parecía encantador que no supiese bailar, pero sí disimularlo.

Tú me enseñaste a no ser demasiado exigente con tus exigencias. Admitiendo y asintiendo. Viviendo cada segundo de vicio sin pudor. Sin plantearme en qué tipo de Lolita me convertía. Pero completamente segura de que eso era lo que anhelaba desde hacía tanto tiempo. Un sexo sincero. Sin tabús. Un sexo sucio, atrevido, incoherente, convulsivo, susurrante… “Quiero hacerte cosas terribles”, “Hazlas, pequeña. Házmelas. Aprendes rápido”.

Aprendiz. No exigente. Complaciente. Satisfecha al verte rendido a la delectación. Enamorada de tus temblores previos al placer absoluto. Terriblemente enganchada de ese preciso momento en el que pierdes la racionalidad y necesitas, a gritos y a aullidos, hacerme y hacerte saber que has explotado. Que tu cuerpo se ha expandido, como siempre consigo hacer. Es en ése instante y no en otro, cuando te miro desde abajo. Te miro y observo desde mi posición privilegiada. Estás pleno. Feliz.

Sé que es en ese momento cuando más me necesitas. Entonces me abrazas. Me dices que no quieres que me vaya. Que tienes que hablarme al oído mientras duermo. Que tienes que velarme por haber sido buena. Por haber sido mala. Que tienes que vigilar mi sueño para que nada perturbe a tu nínfula del placer. Todavía te queda mucho por enseñarme. Pero contigo, nunca jamás tuve tantas ganas de aprender.

Me estás modelando. Creando. Soy tu títere. Clavas tus dedos en mí, me manejas como quieres. Eres consciente de mi vulnerabilidad cuando tú estás cerca. Y te excita el simple hecho de intuirlo. Yo quizás, también tenga algún poder contigo. Te huelo. Mi parte animal derrumba a la racional… y entonces soy como a ti te gusta. Despedazadora de lencería y carne. Objeto. Y me dejo… mi deseo sexual depende de ti. Que eres el mentor y ejecutor de caprichos conmigo. Sabes que no diré que no. Somos conscientes los dos de tu ventaja. Mi inmovilización lleva tu nombre en cada una de mis cuerdas. Ésas mismas que utilizas para encordarme. No sólo a ti, ni sólo a los pies de tu cama, sino también a mis deseos y sentimientos. Y es que soy una drogadicta de corretear tu cuerpo con mis uñas mal pintadas de rojo. Porque hoy no es negro. Hoy es rojo para ti.

Nos gusta tumbarnos y disfrutamos tocando al otro. Por fin alguien me deja acariciarle al mismo nivel que me obliga consentidamente a acercar mi boca a su sexo. Para mí, error terrible de nínfula, la suavidad y la depravación van de la mano. Sigo siendo una niña ¿recuerdas? Eres tan jodidamente duro y delicado. Tan frío pero siempre cálido. Tan callado y tan estúpidamente sincero. Eres la contraposición que refleja mi mundo. Eres mi bipolaridad hecha realidad. Joder Humbert. Eres mío. Deberías serlo. Quizás tendría que tener algún derecho sobre ti más allá de las cuatro patas de la cama. ¿Es que no me lo merezco?

La he jodido Humbert. Porque te quiero. Supongo que esto también debe formar parte del juego macabro que hemos creado. Gracias a ti, puedo llegar a entender que el mayor de los sufrimientos conlleve un ilícito placer que provoca que salive más de la cuenta. Como a ti te gusta. Como a mí me encanta. Babeo sobre tu pecho mientras desencadenamos la rabia húmeda y contenida en contracciones físicas.

Siempre me serví para concederme favores y placeres que de otra manera no conseguiría. Siempre me utilicé para ti y para repeler a quien pudiera verme igual que tú. Porque mi egoísta mente sabe que debes ser tú y no otro. Hoy los placeres claman por ti de nuevo. He dicho que no muchas veces. Pero también he mostrado todo mi cuerpo, sin ningún tipo de pudor para seguir creándome como Lolita. Comiendo torpemente mientras miro por el rabillo del ojo todos los Humberts que pasan por la ventana. Observando lascivamente a mi alrededor mientras mojo mi dedo pintado de escarlata para pasar las páginas de un libro en el metro. Pero ellos nunca, nunca, han funcionado como sólo tú sabes hacerlo. Me has enganchado, jodido pervertido. Y esta vez no puedo escaparme sola. Tendré que llevarme a alguien para que me saque de ahí. De ese estado mental de ensoñación en el que sólo existe tu cuerpo desnudo y el mío rozándote con impura pasión.

Hoy he manchado las sábanas con el rímel de tus promesas. Echándote de menos hasta el dolor físico. No me sirve ya jugar conmigo. Necesito que tú estés cerca susurrándome cómo. Cuándo. Dónde. Y acariciando mi cara mientras dices “Aprendes rápido, pequeña”.

jueves, 17 de septiembre de 2009

Castrada

Al abrir los ojos una maldita luz cegadora ya se había hecho con mi habitación. Echaba de menos aquellas grandes contras de madera que, arrancadas, esperaban rotas en el suelo. Padecí mis párpados de metal. Mis globos oculares dolían. Chirriaban de dolor. Las legañas no me dejaban ver bien y noté en mi estómago mil punzadas a la vez. La cabeza me estallaba. Y sentí que algo estaba pegado entre mi mejilla derecha y las sábanas. Quizás era sangre, quizás no.

Lo recordaba todo, aunque no quería hacerlo. Lo recordaba todo al milímetro pese a que el güisqui había recorrido mis venas durante todo el proceso. Salí de caza. No tenía otro objetivo, otra motivación… no tenía nada más que hacer que buscar carne para despedazarla con estos colmillos que chirriaban involuntariamente en mi boca, avisándome de que necesitaban despedazar. Necesitaban placer.

Fue fácil camuflarme entre la noche. Juego con ventaja al contar con la sangre fría del reptil. Además, la luna, puta ella, me guiña un pícaro ojo si sabe que teñiré su negro de un rojo sanguinolento. Aquella noche advirtió mis armas escondidas bajo la gabardina. Manos sueltas, una sosteniendo una vieja botella de bourbon, caminar lento y sensual, piernas descubiertas, labios humedecidos por el alcohol. Y ella me ayudó apagando cada una de las estrellas que se atrevieron a salir.

Él, simplemente, era un espectro vagante, maleante de la noche. Otro más. Otra presa más para Mardou. No tardé en buscar una excusa para adentrarme en la negritud de los callejones, arrastrándole hacia mi telaraña, tirando violentamente de su cinturón. Fue fácil hacer desaparecer el contenido de la botella entre los dos.

Entonces… Dolores volvió a aparecer. Pequeña, inocente. Tan Lolita… Sin saber realmente qué hacer con ese cuerpo ajeno entre sus manos y esa lengua entre sus húmedos labios. Remordimientos, dolor. Pensaba en lo que me solía decir el inmundo viejo. Que yo le gustaba pálida, ojerosa, aniñada, complaciente, callada, débil. Fueron varios meses los que necesité para dejar que el sol me tocase la piel, cuando me dediqué a dormir más de cinco horas, cuando decidí que quizás podía llegar a ser un proyecto de mujer, vistiendo torcidos tacones y pintando asimétricos labios rojos, cuando le obligué a que me diese placer a gritos y arañazos…

Y ahora los únicos arañazos que daba eran al aire, tratando de desaparecer de ese putrefacto callejón. Tratando de escapar de mi propia telaraña. Pero la asquerosa noche hizo el trabajo sucio. Dejándolo todo negro. Sin sentido. Desvaneciendo mi suerte y mis pocas posibilidades de escapada. Ya estábamos en mi guarida. Mi terreno. Mi espacio. Mi propia tumba. Continué. Le babé. Le desvestí. Yo llevaba toda la noche desnuda. Todo era excesivamente fácil. Nunca es demasiado difícil dejarse llevar. Fijar la mirada en el techo y dejarlo pasar.

Recordé con angustia, que aunque yo había tratado de ser lo contrario a mi esencia, cuando me volviste a ver, pese a mis exigencias, seguiste llamándome Lo. Seguías susurrándome “pequeña” mientras me hacías balancearme encima de ti. Seguías siendo mi Humbert. Ese viejo ser con el que podía ser realmente yo. Seguías pidiéndome que te hiciese sentir más. Seguías exigiendo. Porque sabes que me gusta obedecer. Y parecía que tenía la partida ganada. Pero me volviste a enjaular, maldito animal, en la distancia, en tu ausencia. Maldito animal. En realidad, chico de cristal. Dejas miembros caídos cada vez que te levantas. Tu cuerpo no puede con tantas nínfulas. Lo sabes. Lo sé. Pero no quieres sentarte y esperar. Y sentir. Pese a que sabes que nací para dar placer. Te parezco una neonata de la sexualidad. Y te gusta. Que dé todo. Que no pida nada. Mi obsesión por calmar ansias ajenas me lleva a no hacer caso a las mías propias...

Y mis ansias inexistentes lloraban cuando el vagabundo nocturno se marchó. Entonces me colgué de la madera con todas mis fuerzas, las pocas que me quedaban. Aún desnuda. Conseguí romper las contras y la luz entró por la ventana. Por fin el sol estaba saliendo. La noche había acabado. Ahora esperaba mi penitencia.

Por eso yazgo, acurrucada en la cama, con las manos ensangrentadas. Tapada con las sábanas todavía húmedas. Impregnadas de extraños. Ajenos. Ya no huelen a ti. Hace frío. Pero da igual. Porque no te quieres dar cuenta de que cuando por fin me quieras, porque lo harás, tú ya no podrás llamarme Lo. Ni yo a ti Humbert.

miércoles, 9 de septiembre de 2009

Muda

Sangro, por las comisuras de mis labios. Tanto grité y grité ayer, que no sólo mi garganta se convirtió en profunda y roja, sino que la sangre dejaba rastros de un color escarlata mortecino a lo largo de mi cuello.

Cuando me vi en el espejo, la vampírica imagen que recibí a cambio se rompió en mil pedazos llevada por la ira. Dicen que da mala suerte romper espejos. Pero también los gatos negros. Y yo guardo cientos de ellos en pequeñas fotografías positivadas en blanco y negro. Y yo te guardo dentro cuando puedo. Es decir. Siempre. Aunque no deba ni quiera.

Pero entre el estómago y el hígado hay un hueco vacío y permanente que reza: aquí yacen las ganas de comer y el alcohol del desamor.

Inevitablemente tú siempre invades esa parte de mí y yo no puedo hacer nada más que rezar, juntando las manos, mirando hacia el cielo, tartamudeando una plegaria infinita que no tiene objetivo claro. Pero me reconforta estar de rodillas. Y el dolor de la carne viva junto la sangre que baja hasta mi pecho. Me reconforta que me duelas.

Eso será, siempre, signo inequívoco de que todavía estás vivo. De que todavía ellas no te han matado. Ni ellas ni tú mismo. Tirándote desde la ventana por haber intentado tocar la luna llena, a la que aúllas cuando sale victoriosa, de entre esas nubes que se empeñan en ocupar sólo tu terraza.

Así que el lobo aulló. La nínfula gritó. Hubo un asesinato cruzando la calle. Y sólo pude reconocer un par de órganos que ya se descomponían ayudados por las vibraciones en el aire de mis gritos de ayuda. No eran ni mi hígado ni mi estómago. Así que aunque exploté en mil pedazos, tu maldito lugar quedó intacto. Y mi garganta destrozada de por vida.

Pero nunca grité por la muerte. Siempre grité por ti.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Falso rojo

Desapareciste. Poco a poco. En mi mente, desapareciste entre una espesa neblina que no sólo avecinaba tormentas sino también desdichas y desamores.

Desapareciste. Y te fuiste con ella. Una de esas que tú llamas chicas de cartón. Una de esas que yo llamo chica de plástico. De plexiglás.

No vestía bien. Ciertamente parecía recién recogida de la calle. No tengo nada en contra de las chicas de la calle. Salvo que se pueden doblar, plegar, están abocadas a eso: al manejo fácil, interesado.

Yo siempre exijo. Por eso no te valgo de nada. Para nada. Sabes que me inclino a tus peticiones, pero siempre bajo mi consentimiento. A la chica que es de plexiglás, eso no se lo tienes que decir, ni tan siquiera dar a entender. Ella no opina. Ella actúa, bajo su falda roja de cremallera infinita. Es normal que te gusten así.

Fáciles. Con cremallera. De las que se bajan. Y no hace falta volver a subir. Te gusta que las cremalleras sean largas. Que los cierres no se acaben nunca. Que siempre esté abierta. Que no haya fin para esa apertura. Yo en cambio te digo. Que me tienes que ganar. Aunque sea un poco. No sé de qué te quejas, si tampoco, nunca, te lo he puesto difícil. Es sólo que tú buscas que ni tan siquiera tengas que pedir con tus ojos.

Como aquel día en el que espiabas mis movimientos desde la pared. Mientras yo bailaba espasmódicamente ante un ritmo frenético y perdido. Perdido y frenético. Así como yo. Por eso digo que me gusta el powerpop.

Aunque en realidad lo odio. Me gustaría más cualquier cosa si eso significase no tener que balancearme. Si eso significase poder tenerte más cerca sin mirar hacia otro lado. Imitando esas chicas que hacen que no están. Que no son. ¿Sabes que te digo? Piérdete.

Piérdete entre cremalleras. Entre estúpidas chicas de plástico. Entre don nadies vestidas de rojo. Piérdete. Déjame. Pero déjame de verdad. No me digas que en unos días vas a volver. No. Déjame marchar.

Y dime que nunca, nunca, nunca, has pensado en bajarme la cremallera. Que siempre has querido besarme el cuello y dejarme tu aliento en mis muñecas. Que nunca has decidido jugar bajo la falda sin contar conmigo. Que siempre has querido que yo te manejase desde el principio. Como cuando te besé estando sentado en mi cama.

Dime que nunca, nunca, nunca, la preferirás a ella, a la chica de plástico. Y dime, si eres valiente, que nunca, nunca, nunca, has sentido debilidad por mí.